Azul

El precio de las lágrimas

El precio de las lágrimas

Los días se hacen interminables, las esperanzas se van perdiendo poco a poco. Ya empieza a hacer calor, pero todo está como si fuese a llover en mi corazón. No pienso en más nada que no sean sus palabras rebuscadas, ésas que me quitan el aliento y recuerdo lo que me dijo antes de irse al otro continente. Eso que me enjuaga el espíritu, me pone peor cuando su voz retumba en mis pensamientos.

Uno nunca sabe que la separación duele más que cualquier otra cosa, hasta que la vives. Nunca piensas que vas a perder a alguien, de un día para otro. Jamás se piensa y cuando sucede, el dolor incrustado en el pecho es como si te estuvieras asfixiando por dentro y ya no tienes oxígeno en el cuerpo. Me siento ahogado, en un pozo sin fondo, en una alcantarilla sin salida. Y estar en casa me enferma cada día más.

Estoy de reposo y no puedo hacer nada solo. Trey me ayuda a bañarme, a vestirme y me da de comer. No puedo hacer un movimiento sin ella, porque vuelve la picadura, el ardor y no soy capaz de levantarme por mi cuenta. Yo sé que ella no merece que le haga esto, debería estar con sus amigos y disfrutando de la vida. Lo peor es que no puedo decirle lo que pienso al respecto, porque va a pensar que quiero deshacerme de ella.

—Deberías dar un paseo —le sugiero cuando cambia los canales para encontrar una película que nos haga reír. Ella niega con la cabeza sin mirarme de frente, sabe que, si lo hace, le voy a decir las cosas, sin importar si está de acuerdo o no—. Puedo estar solo por unos minutos.

—Me niego a dejarte solo. No habrá más discusiones al respecto. ¡Ya lo sabes!

—Trey, por favor. No seas terca y piensa que necesitas divertirte un poco. Pasar el rato con alguien más.

—Robert, no tengo amigos. Ellos decidieron abandonarme cuando supieron que mis padres no querían esa escuela. Dijeron que yo era una egoísta. Inclusive la estúpida ésa me engañó con otra chica, sabiendo que yo le entregué mi corazón en secreto por más de dos años y medio. Ellos se molestaron conmigo y dejaron de hablarme. No tengo por qué ir a suplicarles amistad. Son unos imbéciles y punto. Ahora te tengo a ti y con eso me conformo.

—Cuando te molestas eres agradable.

—¡Sí!, claro.

Mi madre entra a mi habitación y deja un par de cartas encima de la cama y unos deliciosos pasteles de manzana que hizo esta mañana. Ella aún no me dirige la palabra, se limita a ayudarme, sin hablar ni replicar. Eso también me incomoda porque yo la quiero y no deseo ser enemigo de nadie y mucho menos de quien me dio la vida. Cierra la puerta suave y Trey coge las cartas, viendo el nombre del remitente.

—¡Demonios! ¿Es que no se cansa? ¡Es un idiota! —exclama furiosa.

—¿De qué hablas? ¿Ahora tienes un admirador que escribe cartas? ¡Eso es nuevo! ¿Quién es?, ¿lo conozco?

—Robert, no te lo dije porque iba a causarte un infarto —dice pausadamente y no comprendo sus palabras—. Blaide vino el día que tuviste el accidente o, mejor dicho, vino después. Antes de eso envió unas cartas, todas escritas con letras desordenadas y palabras vacías. No decían mucho y las quemé, porque no soportaba más tu sufrimiento en la cama, conectado con miles de cables. El idiota vino con su queridísima y estúpida amiga, queriendo hacer ver que todo es perfecto. Pero resulta que lo dejé ir, porque no quiero que sigas pensando que eres el culpable de todo esto. Él lo quiso así y ése es su problema. Si me odias por no contártelo en estas dos últimas semanas, lo lamento. Ahora volvió a escribir pidiendo perdón, pero lo más curioso de todo, es que no es la misma estúpida letra de antes.

¿Vino a verme? ¿Pero...? ¿Qué...?

—Buena decisión —le digo sin saber que más comentar—. ¡Quémalas!, no deseo leerlas.

Trey me hace caso y les prende fuego enseguida, dejando que lo restante se esparza con el viento. Así es mejor. Ya no quiero saber qué ha escrito y cuál es su otra mentira.

—Lo siento Robert.

—No quiero hablar más de eso Trey. ¡No te preocupes! Estaré bien o, al menos eso creo.

—Es importante que expreses tus sentimientos. No puedes guardar todo por dentro.

—No lo hago, simplemente omito que existe y ya. Como dijiste, ahora es su problema, no el mío.

—¡Claro!

—No quiero seguir llorando ni soñando con él. Acomodemos nuestros errores y convirtámoslo en algo positivo.

Ella asiente y continúa su labor de buscar una película de comedia. Yo me quedo acostado boca arriba, con la mente vacía, sin recuerdos ni dolor.

Hay decisiones que son fáciles de decir, pero cuesta muchísimo ejecutarlas. Sé que en el fondo lo extraño y lo amo, pero no puedo estar así toda la vida creyendo que él también siente lo mismo. Si me amara, no se hubiese ido con la chica. Es simple.

 




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