Kaia
Massachusetts - EE.UU
Dieciséis años atrás.
June se estaba maquillando frente al espejo cuando entré en su habitación con mi disfraz en la mano.
Lo tiré sobre su cama donde estaba el suyo planchado.
—¿Soy una calabaza? ¿Y tú una diosa griega? —Abrí los brazos, ofuscada—. ¿De verdad, June?
—Lo siento, Kaia, era el único que quedaba, hace semanas te vengo diciendo que consigas un disfraz para la fiesta de esta noche. —Bajé los brazos y me pegué en el tórax con el mentón.
—No iré. —Ella dejó de maquillarse y giró hacia mí.
—No te hagas la actriz dramática que no te queda. —Me señaló con la brocha—. Aunque te pongas una bolsa de basura todo te queda bien, así que ponte el disfraz de calabaza y nos vamos a la fiesta de fraternidad.
—¿Por qué me quieres allí? Si apenas llegamos te enrollas con Kevin Forrester y te olvidas que existo. —Ella puso los ojos en blanco y continuó maquillándose.
—Que no hayas encontrado a nadie que te guste no es culpa mía, hermanita. —Comenzó a imitarme—. ¡Es muy alto, me dolerá el cuello al besarlo! ¡Hace ruidos raros con la nariz! ¡Su perfume me da alergia! ¡Se ríe como una hiena!
Puse los brazos en las caderas y la fulminé.
—Tucker se reía como una hiena. —Me defendí—. ¿Cuál es tu afán de que consiga un novio? —Ella volvió a poner los ojos en blanco y siguió maquillándose.
—Novio no, querida, solo alguien que te quite lo amargada. —Me doblé casi a la mitad para hacerme la ruda.
—¡NO ESTOY AMARGADA! —Ella se giró en cámara lenta.
—No soy sorda y si necesitas gritarlo cuando estoy a un metro de distancia de ti, es porque estás más amargada de lo que imaginaba. —Le dio play a su reproductor de CD, los acordes de Snow de Red Hot Chili Peppers, su banda favorita, sonó en la habitación a un volumen que no me permitía seguir hablando.
Volví a agarrar el traje de la cama y salí pitando hacia mi habitación.
Una hora después nos encontramos en el Hall de nuestro edificio de la universidad con otras de las chicas de primero que cursaban con nosotras.
Iban todas tomadas del brazo cruzando el patio hacia la fraternidad de los “Beta Pi” donde era la fiesta esta noche, menos yo, porque mi traje era de forma redonda y no me permitía abrazar a nadie.
¡Mierda!
Parecía el amigo apestoso que va detrás para no contagiar los piojos.
Cuando entramos en la fiesta era un caos, gritos, alcohol, choques de pechos desnudos y música a todo volumen.
June y nuestras amigas corrieron al medio de la pista cuando Gwen Stefani gritaba: —“It’s my life, don’t you forget”.
Mi humor fue cayendo en picado cuando me di cuenta de que con este disfraz tampoco podía bailar sin rebotar contra otros universitarios.
Resignada, y sí, amargada; caminé entre el tumulto de jóvenes sudorosos y besos improvisados hacia la cocina, ese era el único lugar donde uno podía respirar oxígeno libre de humo y otras hierbas, además de beber algo que no tenga un escupitajo dentro.
Me abrí paso entre los pocos que había allí hasta la pila de vasos, ni uno limpio, todos usados.
¡Qué asco! —Hice una arcada.
Abrí el grifo del fregadero y enjuagué uno rojo hasta que me pareció que había eliminado todo tipo de bacterias.
Cuando me giré hacia el barril de cerveza, alguien me estaba bloqueando el paso, en realidad más que alguien parecía algo así como un armario con un disfraz de esqueleto.
Me puse en puntas de pie para pedirle que se mueva.
—Permiso. —Dije en voz alta cerca de su oído.
Nada, el armario seguía ahí plantado, impidiéndome el paso y yo estaba al borde de arrancarme el cabello de los nervios.
Le toqué el hombro.
El esqueleto viviente se giró y me dio un vistazo con una ceja, enarcada, pintada de blanco.
Me quedé con la boca abierta, viendo sus ojos color azul hielo, idiotizada como el día que papá me descubrió sacándole la bola al gato de la señora Wallem de su collar. ¿Pueden culparme? ¿A quién se le ocurre ponerle un sonajero a un gato? Si son animales silenciosos por algo será, ¿no?
—¿Qué quieres “pumpkin”? —preguntó con mal humor.
—Cerveza. —Le mostré el vaso vacío.
—Adelante, sírvete, nadie te lo impide. —Abrí grandes los ojos cuando volvió a girarse.
—¿Perdón? Tú me lo impides con tu tamaño, estás ocupando todo el espacio libre que existe para poder “servirme". —Hice comillas con los dedos.
Me echó un vistazo sobre su hombro, entrecerrando los ojos.
De repente, como si yo fuera peso pluma, me tomó de ambos brazos, me levantó como a una muñeca rusa y me plantó frente al barril de cerveza.
—¡Toda tuya! —Me soltó.
Lo vi girarse e irse con sus amigos como si no me hubiese hecho pasar la situación más bochornosa de mi vida.
Editado: 10.01.2025