Kaia
Centré el espejo retrovisor cuando el empleado de la gasolinera terminó de repostar el tanque del auto.
Antes de encender el auto para salir hacia la autopista le di una mirada inquisitiva a Ryan.
—¿Tienes colocado el cinturón? —Él había bajado del auto para ir al baño. Volvió a subir mientras yo estaba pagando en el interior de la gasolinera.
Sin mirarme levantó un extremo de la banda negra del cinturón que cruzaba sobre su sudadera del mismo color.
—¿Bronco está bien atado a su arnés? —Volví a chequear igual que cuando salimos de casa dos horas atrás.
El golden retriever de mi hijo no había pedido bajarse, en este momento tenía la cabeza fuera del vidrio concentrado mirando un pato dentro de otro auto.
¿Quién tiene un pato de mascota? Mejor dicho: ¿Quién lleva un pato en el asiento delantero?
Bronco ladró al pato, el animal se asustó y berreó.
La señora que conducía el otro auto era una anciana con gorro rosa en la cabeza que me miró mal, y luego sin ningún tipo de vergüenza me sacó el dedo medio antes de salir disparando en dirección contraria chocando con un canasto de la basura en el proceso.
Abrí la boca conmocionada por la desfachatez de la señora viendo como toda la basura se volaba con el viento.
Ryan se rio.
—Me encanta descubrir que aún puedes reírte de tu madre. —Lo miré otra vez antes de pisar el acelerador y meterme en la autopista.
Encendí la radio para llenar el vacío que reinaba dentro del auto.
White Christmas de Michael Bublé sonó por los parlantes Dolbys y me puse a cantar a dúo con el canadiense y su voz melodiosa.
Iba concentrada en la carretera, pero siempre chequeando que Ryan estuviese bien como cuando era un bebé, las madres somos como animales de costumbre no importa la edad de nuestros hijos siempre vamos a estar pendientes de su bienestar; él se había puesto los auriculares Bluetooth, eso significaba que lo que quedaba de viaje, aunque corto, sería acompañada solo por la radio.
El viaje de Syracuse hasta Toronto era de tan solo cinco horas por la Interestatal, siempre que no hubiera ninguna demora en el camino por la caída de nieve, estaríamos llegando a la casa de mi hermana June alrededor de la hora de la cena, dentro de dos horas, ya que habíamos recorrido más de la mitad del viaje.
El camión de mudanza había salido el día anterior, por lo que todas nuestras cosas ya estaban en nuestra nueva casa.
—¿Bebé, quieres coca-cola? —Levanté la lata de gaseosa para que la vea por qué seguramente no me oía.
Ryan me dirigió una mirada de desagrado, ya me había dicho en un par de oportunidades que no le gustaba que lo llamé de esa manera.
Mi hijo de dieciséis medía más de un metro ochenta, lamentablemente hacía mucho que había dejado de ser mi bebé físicamente, pero siempre lo sería en mi corazón y como antes dije: —Hay costumbres de mamá que son difíciles de cambiar.
Él se inclinó hacia delante para tomar la lata de refresco, también le ofrecí un paquete de galletas oreo.
A veces me preguntaba si era una mala madre por comprarle estas cosas, pero la fuente de alimentación de un adolescente era inagotable, Ryan parecía que fuera una termita, arrasaba con todo.
Siempre cocinaba saludable para ambos, pero también teníamos estos permitidos que nos gustaban a los dos.
—¿Por qué compras oreos si no te gustan? —Él revoleó sus orbes tan celestes como el hielo.
Levanté otro paquete de galletas para mostrarle, esta vez rellenas de gelatina roja.
Él soltó una risita.
—¿Estás bien? —Le pregunté cómo cada vez.
Era una de esas preguntas que abarcaba todo, salud, amor, bienestar… hambre.
Él asintió y volvió a ignorarme.
Estiré la mano hacia atrás y le di a Bronco una manzana para que también comiera algo.
Un último vistazo a mis dos acompañantes y continué concentrada en el camino. Por ser época navideña la carretera estaba más abarrotada de vehículos que viajaban hacia el país vecino. Además, de que mañana era el gran partido de los Wild Dogs de Minnesota contra los White Sharks de Toronto.
Mi hermana June era la asesora legal del equipo de hockey sobre hielo de Toronto porque Kevin Forrester, su esposo, había comprado el equipo hacía menos de un año.
Ahora, ella está embarazada de cinco meses de su primer bebé y su marido le prohibió hacer nada más que no sea disfrutar de su estado.
La tarea de June en la empresa era la de hacer los fichajes de los jugadores y acompañarlos en los partidos “fuera de casa”, preferentemente los que se hacían en EE. UU.
Cuando me ofrecieron el puesto me negué, no solo porque no quería mudar a Ryan de Syracuse sino porque no tenía ni idea de contratos deportivos, y no era aficionada al deporte, solo veía el hockey cuando mi hijo jugaba en su colegio.
Mi vida se limitaba a criar a mi hijo, trabajar mil horas como asesora de una empresa de bienes raíces, y mirar películas románticas hasta deshidratarme en llanto en mi escaso tiempo libre.
Editado: 10.01.2025