El sol caía lento sobre Atenas, tiñendo el horizonte de un naranja casi irreal, mientras en la mansión de los Papadakis el ambiente estaba cargado de tensión. Los criados corrían de un lado a otro, preparando la gran cena en la que se haría el anuncio que cambiaría el destino de Eleni. En los salones, las columnas de mármol parecían latir con el mismo nerviosismo que sacudía el pecho de la joven. Ella, oculta tras la pesada cortina de terciopelo que daba al jardín, observaba cómo su familia se preparaba para el gran evento. Las flores recién cortadas y el aroma a vino especiado apenas lograban atenuar el malestar que le subía desde el estómago.
Sabía lo que se avecinaba: su compromiso con Dimitris, el heredero de los Konstantinos, una familia que, aunque poderosa y respetada, era rival histórica de los Papadakis. Sus padres lo consideraban un enlace ventajoso, una unión que sellaría la paz entre dos familias cuyas diferencias se remontaban a generaciones atrás. Pero para Eleni, ese compromiso era una sentencia de por vida.
"Es por el bien de todos", le repetía su madre, Sophia, en un tono que mezclaba el cariño y la imposición. "Debes pensar en la familia, en el futuro". Pero ¿cómo podía pensar en el futuro cuando su propio corazón palpitaba al compás de un presente tan incierto? No conocía a Dimitris, más allá de los murmullos que lo describían como un hombre frío, calculador, un reflejo perfecto de su familia.
La ceremonia del compromiso fue breve, casi cruel en su sencillez. Frente a una mesa llena de manjares, con las copas llenas de vino tinto, Eleni escuchó las palabras de su padre, Theodoros, resonar en la sala: "Hoy, unimos dos linajes que han marcado la historia de esta ciudad. Mi hija, Eleni, será la esposa de Dimitris Konstantinos". La sala estalló en aplausos, pero todo sonaba lejano, como si los aplausos provinieran de otro mundo.
Eleni apenas se atrevió a mirar a Dimitris. Era alto, con una presencia imponente, pero sus ojos, oscuros y vacíos, no dejaron entrever ninguna emoción. Se inclinó para besarle la mano, un gesto frío y formal que la hizo estremecer. En ese instante, comprendió que su vida ya no le pertenecía. Estaba atrapada entre las expectativas de su familia y el futuro incierto que le esperaba al lado de un hombre que no amaba. Sin embargo, algo en su interior, una chispa diminuta y rebelde, se encendió. Eleni no estaba dispuesta a someterse sin luchar.
Con un nudo en la garganta, alzó la vista hacia las estrellas que comenzaban a asomarse en el cielo de Atenas. Mientras los invitados reían y celebraban, ella prometió en silencio que buscaría una salida. El destino aún no estaba sellado, y aunque no sabía cómo, Eleni sabía que debía encontrar su propio camino, aunque fuera en contra de todo y de todos.
La primera piedra del destino había sido colocada, pero la historia apenas comenzaba.