La noche cayó sobre la mansión de los Papadakis, pero para Eleni, el sueño era un lujo imposible. El compromiso anunciado esa tarde la mantenía despierta, con la mirada fija en las sombras que las velas proyectaban en el techo de su habitación. Todo a su alrededor, desde las sábanas de lino bordadas hasta los pesados cortinajes, le parecía una prisión dorada, un símbolo de la vida que le habían impuesto sin pedir su opinión.
Se levantó de la cama, descalza, y se acercó al balcón que daba al jardín. Afuera, el viento jugaba con las ramas de los olivos, y la brisa traía el aroma salado del mar. Ese mismo viento parecía susurrarle sus deseos más profundos, aquellos que no se atrevía a compartir ni con su familia ni con sus amigos. En su pecho, latía una única verdad que la consumía: no amaba a Dimitris. De hecho, apenas lo conocía. Todo lo que sabía de él provenía de las habladurías y del fugaz encuentro de esa tarde, cuando la besó en la mano con una frialdad que la dejó helada.
No. Ese no era el futuro que imaginaba. Desde pequeña, Eleni había soñado con un amor apasionado, un encuentro fortuito que le robara el aliento. Un hombre que no la viera solo como un peón en el juego de poder de las familias, sino que la comprendiera, que viera más allá de su apellido y se enamorara de la mujer que era en su interior. Cerró los ojos, dejándose llevar por las fantasías que alimentaban su alma. Imaginaba a un joven desconocido, alguien de mirada intensa y manos fuertes, que la rescataría de este destino impuesto.
En su mente, ese hombre tenía el rostro de Nikos, un artista que había conocido en una de las ferias del mercado, semanas atrás. Él era diferente, ajeno a los intereses familiares y a los juegos de poder. Sus ojos brillaban con una luz que hablaba de sueños y libertad. Eleni recordaba cómo se habían mirado brevemente, y aunque fue solo un instante, había sentido una conexión que no había experimentado antes. Era como si, en ese simple cruce de miradas, él hubiera comprendido toda la insatisfacción que ella sentía por la vida que le habían impuesto.
Pero eso solo era un sueño, se recordaba con amargura. Su destino ya estaba sellado, y su vida sería al lado de Dimitris, frío como el mármol de las estatuas que adornaban su casa. La idea de una vida sin amor, sin pasión, sin la posibilidad de elegir, le llenaba el corazón de una rebeldía silenciosa. ¿Por qué debía sacrificar su felicidad por los caprichos de su familia? ¿Por qué el deber debía prevalecer sobre el deseo?
Los pensamientos la atormentaban. Sintió una oleada de furia crecer en su pecho, una furia que no había experimentado antes. Eleni golpeó con el puño el mármol del balcón, deseando romper las cadenas invisibles que la ataban a su familia. No, no se resignaría tan fácilmente. El matrimonio con Dimitris no sería más que una farsa si ella se negaba a amarlo. No permitiría que su vida quedara reducida a un acuerdo entre dos familias rivales. Aún había tiempo para cambiar el curso de su destino.
Inspiró profundamente, sintiendo cómo el aire fresco de la noche despejaba sus pensamientos. Quizás no podía huir físicamente de su destino, pero sí podía buscar su propia libertad, aunque fuera en secreto. En su mente, comenzó a trazar un plan. El corazón la llamaba hacia Nikos, hacia ese hombre de quien apenas sabía nada, pero que encarnaba todo lo que anhelaba. Tal vez él era la clave para escapar de la vida que sus padres habían diseñado para ella.
Con esa promesa en su pecho, Eleni regresó a su cama. Su corazón latía con fuerza, lleno de nuevas esperanzas y deseos, mientras los primeros rayos del amanecer comenzaban a teñir el cielo de Atenas. La rebelión en su interior había despertado, y sabía que nada sería igual a partir de ese momento.