Dimitris caminaba por los pasillos de la vasta mansión familiar con una mezcla de inquietud y curiosidad. Desde niño, había aprendido a leer los gestos de su padre, Leónidas, con precisión. Sabía cuando algo importante se gestaba en las sombras, más allá de lo que se mostraba en las cenas formales o en las reuniones familiares. Había una tensión latente en el ambiente, algo que desde hacía semanas rondaba las conversaciones, pero se ocultaba bajo el velo de las sonrisas diplomáticas. Y Dimitris, con su carácter reservado, se había convertido en un observador silente de esos matices.
Esa noche, mientras la familia se dispersaba después de la cena, decidió seguir los pasos de su padre. Sabía que Leónidas tenía la costumbre de retirarse a su estudio privado, un lugar al que rara vez permitía la entrada a otros. Lo siguió a través de los corredores, cuidando de no hacer ruido, y observó cómo su padre cerraba la pesada puerta de madera tras de sí. Dimitris esperó, su corazón latiendo con fuerza, antes de acercarse. Se inclinó contra la puerta, escuchando atentamente.
Al principio, solo captó murmullos. Luego, reconoció la voz profunda y grave de Leónidas, pero había otra más, una que no esperaba: la de Adonis, el patriarca de la familia de Eleni. Los dos hombres parecían estar discutiendo algo con urgencia. Dimitris se esforzó por distinguir las palabras.
—No podemos seguir esperando más, Leónidas —decía Adonis—. El compromiso entre Eleni y Dimitris fue el primer paso, pero ambos sabemos que no es suficiente. Las tierras que pertenecen a tu familia y las que poseo en las colinas necesitan ser unificadas. Solo así podemos controlar las rutas comerciales hacia el puerto.
Dimitris sintió un escalofrío. No era extraño que los matrimonios entre familias prominentes se arreglaran por conveniencia, pero descubrir que su propia unión con Eleni no era más que una pieza en una estrategia económica le revolvía el estómago. El amor, ese ideal que alguna vez había acariciado en su juventud, se desmoronaba frente a la cruda realidad. Eleni no era más que una pieza en un juego mayor, y él… él también.
—Mi hijo no sospecha nada —dijo Leónidas con calma—. Es joven, pero leal. Cuando llegue el momento, se encargará de lo necesario sin cuestionar. Y en cuanto a Eleni, he escuchado que no está del todo conforme, pero no tiene opción. La lealtad de esa familia es frágil, pero tenemos nuestros métodos para garantizarla.
Leónidas hizo una pausa, su voz se volvió más grave, casi amenazante.
—Si no podemos atar su lealtad con este matrimonio, ya sabes qué medidas tendremos que tomar. Las rutas comerciales no son el único interés aquí. El acceso a los minerales en las colinas es lo que realmente nos dará el control.
Dimitris apretó los puños, sintiendo que su mundo se desmoronaba ante la traición oculta en cada palabra. No solo su vida amorosa estaba en juego, sino que se enfrentaba a un entramado de intereses políticos y económicos que nunca imaginó. Su padre no solo quería unir a las familias por tradición o conveniencia social, sino que había mucho más en juego. Los minerales que mencionaban eran la clave del poder en la región, y su matrimonio con Eleni no era más que una transacción para consolidar ese control.
Sin querer hacer más ruido, Dimitris retrocedió lentamente, alejándose de la puerta. El eco de las palabras de su padre resonaba en su cabeza. Eleni no era su aliada en esta conspiración, era una víctima tanto como él. Ambos estaban atrapados en una red de ambiciones familiares que los superaba.
Se detuvo frente a una ventana que daba al jardín oscuro y se apoyó en el marco, mirando hacia la lejanía. La luna iluminaba el paisaje con una luz pálida, pero él solo podía pensar en el futuro que se le avecinaba. Su destino no estaba en sus manos, y esa sensación de impotencia lo corroía por dentro. Eleni no lo amaba, y él, aunque no lo había admitido, comenzaba a dudar de su propio deseo de cumplir con el deber familiar.
Con la mente enmarañada, Dimitris se juró a sí mismo que no dejaría que su vida fuera definida por los intereses egoístas de su padre. Había crecido bajo la sombra de Leónidas, siempre obediente, siempre dispuesto a hacer lo que se esperaba de él. Pero esta revelación lo había cambiado. Por primera vez en su vida, sentía una necesidad visceral de rebelarse, de tomar el control de su propio destino, aunque no sabía cómo.
Mientras se alejaba de la mansión, con la brisa nocturna en su rostro, supo que no podía ignorar lo que acababa de descubrir. Pero lo que más lo perturbaba no era la conspiración en sí, sino la certeza de que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Eleni, una mujer atrapada, al igual que él, en los hilos invisibles de un destino que ninguno de los dos había elegido.