El sol caía como un manto de oro sobre el pueblo, bañando las paredes encaladas y los techos de barro, anticipando la gran fiesta anual que unía a las familias prominentes de la región. La plaza central estaba engalanada con guirnaldas de flores, y el perfume de los jazmines y las especias flotaba en el aire, mezclándose con la música que ya resonaba desde temprano. Este año, la celebración tenía un tinte especial: el compromiso de Eleni y Dimitris marcaba una tregua en la larga y sutil rivalidad entre sus familias, aunque debajo de las sonrisas y las cortesías, todos sabían que la paz era tan frágil como el cristal de las copas que pronto levantarían en brindis.
Eleni, envuelta en un vestido de lino bordado a mano, caminaba junto a sus padres, sintiendo el peso de las miradas de todos sobre sus hombros. Las mujeres murmuraban acerca de su belleza y del noble linaje al que pertenecía, mientras que los hombres, con miradas de aprobación, comentaban la aparente unión de ambas familias. Pero Eleni se sentía atrapada en una red de expectativas, en una jaula de oro de la que, hasta ahora, solo Nikos había logrado liberarla, aunque solo fuera en sueños.
Mientras avanzaban hacia el centro de la plaza, vio a Dimitris aguardando junto a su padre. Dimitris lucía elegante, aunque su porte rígido traicionaba la incomodidad que también sentía; ni siquiera la perspectiva de consolidar la influencia de su familia lo hacía estar del todo a gusto. Las sonrisas de su padre parecían demasiado ensayadas, y el brillo en sus ojos tenía más de ambición que de orgullo.
La música se intensificó, y las parejas comenzaron a danzar al ritmo de los tambores y laúd. Eleni aceptó el brazo de Dimitris y, aunque sus pies se movían con gracia por la plaza, su mente estaba muy lejos, en algún rincón escondido donde su corazón podía latir libremente. Cuando cruzaron la mirada, Dimitris pareció comprender algo de su tristeza, pero ni él ni ella dijeron palabra alguna. Ambos estaban atrapados en un juego del que ninguno había pedido participar.
Mientras giraban, Eleni distinguió a lo lejos la figura de Nikos, que, con una expresión indescifrable, observaba la escena desde las sombras de un callejón cercano. Su presencia era un recordatorio de la promesa hecha bajo el olivo, un lazo que la unía a algo real en medio de aquel espectáculo montado para la conveniencia de otros. Sintió que sus mejillas enrojecían y bajó la vista, esperando que nadie notara el destello de emoción que cruzaba sus ojos.
Durante la cena, la tensión entre las familias se hizo aún más evidente. Los padres de Dimitris, con sonrisas calculadas, lanzaban comentarios velados sobre el honor y la lealtad, mientras los parientes de Eleni respondían con frialdad. La rivalidad latente se filtraba entre los brindis y las risas forzadas, y aunque los anfitriones intentaban suavizar el ambiente, todos sabían que aquello era una tregua efímera, y que la paz podía romperse con el menor pretexto.
En un momento de la noche, mientras las copas tintineaban en brindis, el padre de Dimitris se levantó y, con una voz firme y autoritaria, pronunció palabras que no dejaban lugar a dudas sobre sus intenciones.
—Esta unión representa mucho más que el amor entre dos jóvenes. Es el futuro de nuestras familias, el cimiento de una nueva era de prosperidad y respeto mutuo.
Eleni sintió el peso de aquellas palabras como un yugo, una sentencia de la que no podía escapar. La habitación se sintió sofocante, y las miradas de todos se posaron en ella y en Dimitris, esperando la respuesta de los prometidos. Pero, justo en ese instante, Nikos decidió acercarse un poco más a la plaza, y Eleni lo vio de reojo, entre las cabezas de los invitados, mirándola con la intensidad de alguien que ve más allá de la superficie.
La presencia de Nikos era un desafío silencioso a todo lo que la rodeaba, una invitación a rebelarse contra el destino impuesto. Como si lo supiera, Eleni alzó la copa con una firmeza renovada y brindó, no solo por el compromiso, sino por todo lo que se le había negado, por los sueños que aún guardaba en secreto y que, con o sin ayuda de Nikos, pensaba defender.
A medida que la fiesta avanzaba y los invitados se sumían en el ruido y el baile, Eleni se escabulló por los pasillos en busca de un respiro. Se dirigió a los jardines, donde el murmullo de las fuentes y el frescor de las flores eran el refugio que necesitaba. Allí, bajo la luz de la luna y lejos del bullicio, pudo respirar nuevamente, libre por unos breves instantes.
Pero no estaba sola. Nikos la había seguido, movido por algo más fuerte que el miedo o el respeto. Cuando la vio en medio de las sombras, su mirada se suavizó, y Eleni sintió que sus propios muros se desmoronaban.
—Aquí estás —dijo él, con una voz apenas audible, cargada de ternura y reproche.
—No debería estar aquí, Nikos —respondió ella, con una mezcla de tristeza y desafío.
—Tal vez no. Pero tampoco deberías estar en esa fiesta, atada a un destino que no es el tuyo.
En silencio, Nikos se acercó y tomó su mano, sus dedos cálidos y firmes sobre los suyos. Por un instante, el mundo pareció detenerse, y Eleni sintió que, sin importar cuántas fiestas se celebraran ni cuántos brindis se alzaran en su honor, el lazo entre ellos era más real que cualquier compromiso.