El eco de los cascos de los caballos resonaba entre los estrechos senderos de piedra mientras Eleni se alejaba de la ciudad. A su lado, en un carruaje austero, viajaban algunas de sus pertenencias y lo estrictamente necesario para el retiro que su padre, Alexandros, había decidido de forma abrupta. Las palabras de su madre, Calíope, aún resonaban en su cabeza, frías como el mármol del salón donde le habían anunciado la noticia.
—Estarás mejor lejos de aquí, Eleni. Es por tu bien —había dicho su madre, sin siquiera mirarla a los ojos, como si el mismo acto de mirarla pudiera delatar algo que prefería mantener oculto.
El trayecto se hacía cada vez más sombrío, y la imagen de la ciudad que se desvanecía tras las colinas no hacía sino agrandar el peso en su pecho. Se sentía como una prisionera de los designios de su familia, desterrada a esa villa solitaria para proteger un honor familiar que ella no compartía. Eleni apretaba las manos en su regazo, sus dedos entrelazados con una tensión que reflejaba su resistencia a aceptar el mandato familiar. Sus pensamientos iban y venían entre la indignación y la tristeza, pero cada paso de los caballos la acercaba más a ese exilio temporal.
La villa era una casa antigua y llena de historias, situada entre montañas y custodiada por un campo de olivos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Al llegar, Eleni observó las paredes de piedra cubiertas de musgo y los ventanales cerrados, como si el tiempo mismo se hubiera detenido allí. El mayordomo, un anciano de rostro adusto, la recibió con una leve inclinación de cabeza, abriéndole paso a un salón oscuro, impregnado del olor de muebles viejos y candelabros apagados.
Esa noche, mientras cenaba sola bajo la luz tenue de unas velas, sentía una soledad tan densa que casi podía palparla. Su mundo parecía haberse reducido a esas paredes frías y la incertidumbre del tiempo que pasaría allí. Intentó concentrarse en los sonidos de la naturaleza, en la brisa que jugaba con las ramas de los árboles, pero nada podía calmar el constante eco de la ausencia de Nikos. Él, quien le había prometido un futuro distinto, ahora se desvanecía entre sus recuerdos como un sueño al amanecer.
Los días pasaban, y Eleni comenzó a explorar los alrededores en largas caminatas solitarias. Descubrió senderos que conducían a arroyos escondidos, campos de flores silvestres y, en particular, una colina desde la cual podía divisar el horizonte en toda su magnitud. Allí, con el viento despeinando su cabello y el cielo extendiéndose en tonos dorados y rosados, se permitía unos momentos de libertad, de imaginarse al lado de Nikos, soñando con ese amor que le había sido arrebatado.
Pronto, sin embargo, su retiro se convirtió en una prisión aún más densa cuando llegó Katerina, su prima distante y la única compañía familiar que Alexandros le había enviado. Katerina era una joven de pocas palabras, cuya presencia parecía reforzar las barreras que la separaban de la vida que deseaba. Aunque intentó acercarse a ella en las primeras conversaciones, Eleni descubrió que su prima era la sombra perfecta de la obediencia y el conformismo, y cada palabra de ella no hacía sino recordarle lo que su familia esperaba de ella.
Una tarde, mientras recogía flores cerca del arroyo, Katerina le habló con voz baja, como si temiera ser escuchada por los árboles.
—Eleni, deberías pensar en lo que haces. Sabes que nuestro apellido es más importante que… —su voz se apagó ante la mirada penetrante de Eleni, quien sentía hervir su sangre con cada insinuación de renuncia.
—¿Más importante que mi vida? ¿Que mis sueños? —respondió, sin poder ocultar la ira que contenía desde hacía semanas—. Lo que esperan de mí no es más que una cadena que me ata a un destino que no elegí.
Katerina desvió la mirada, incómoda con la sinceridad de su prima, pero sin más palabras. Parecía que, para Eleni, cada momento en la villa era un recordatorio del deber que la había llevado allí, pero también un empuje hacia el deseo irrefrenable de ser libre, de desafiar el destino que otros habían trazado para ella.
Pasaron los días, y la desesperación empezó a transformarse en determinación. En una noche clara y silenciosa, mientras contemplaba el cielo estrellado desde su ventana, hizo una promesa en voz baja, una promesa que no necesitaba ser compartida, pero que sería su guía.
—No dejaré que me arrebaten lo que soy. No abandonaré mis sueños —susurró, sintiendo cómo una nueva fuerza brotaba desde su interior.
Esa noche, por primera vez desde su llegada a la villa, Eleni durmió en paz, abrazando la certeza de que encontraría una manera de regresar a Nikos y a la vida que realmente anhelaba, aunque eso significara enfrentar a su propia familia y a la tradición que la rodeaba como un muro imposible de cruzar.