Eleni se refugió en la casa de su abuela, una vieja estructura que se alzaba en la colina como un monumento de tiempos pasados. Las paredes estaban cubiertas de recuerdos de generaciones, y el aroma a hierbas secas y a madera vieja la envolvía con la calidez de su infancia. Era el único lugar donde se sentía a salvo, donde el tiempo parecía detenerse y donde podía permitirse bajar la guardia. Su abuela, una mujer pequeña de manos arrugadas y voz suave, la recibió con una mirada que contenía todo el amor y comprensión del mundo, sin hacer preguntas ni emitir juicios.
—Ven, niña —la invitó, señalando el viejo sillón de mimbre junto al fuego.
Eleni se sentó a su lado, y la anciana tomó sus manos, frías y temblorosas. Le acarició los dedos como si quisiera transmitirle parte de la fortaleza que había acumulado en todos sus años, y la miró fijamente, con esos ojos oscuros que parecían capaces de ver más allá de la piel, más allá de los miedos.
—La vida nos enseña, a veces de formas duras, lo que realmente importa —dijo la abuela, su voz casi un susurro, lleno de una sabiduría que se había ganado a través de experiencias dolorosas y hermosas—. Yo también amé a alguien de la misma forma en que tú amas a ese joven, Nikos, ¿verdad?
El rostro de Eleni se iluminó al escuchar su nombre, como si al pronunciarlo, su abuela le hubiera permitido que ese amor, hasta ahora tan secreto, pudiera ser real. Afirmó con un leve movimiento de cabeza y sintió cómo las lágrimas le nublaban la vista. Sabía que no podía ocultarle nada; en esos ojos antiguos estaba todo lo que Eleni jamás podría poner en palabras.
—Cuando era joven, también tuve que elegir entre lo que se esperaba de mí y lo que mi corazón deseaba. Mi amor era alguien a quien mi familia no aprobaba, y como tú, me vi atrapada entre el deber y el deseo. La tradición, querida, es fuerte como el viento del mar que arrastra todo a su paso, pero el amor verdadero es como una roca firme. No se mueve, no se desvanece… solo permanece, sin importar cuánto pase el tiempo.
Eleni absorbía cada palabra como si fuera una revelación. Su abuela le hablaba con una sinceridad que la conmovía, porque comprendía que su vida, como la de tantas mujeres de la familia, había estado marcada por decisiones que iban en contra de su voluntad. Era como si en ese momento, entre susurros y miradas cómplices, su abuela le estuviera revelando un fragmento de su propia libertad.
—Abuela… tengo miedo. Miedo de perder a Nikos, miedo de decepcionar a mi familia, miedo de ser débil —dijo Eleni, con un nudo en la garganta que apenas le permitía hablar—. ¿Qué debo hacer?
La anciana la observó en silencio, y en su mirada había tanto amor como fuerza, un recordatorio de las batallas que había librado en su propia vida. Le tomó las manos con más firmeza, como si quisiera traspasarle toda la entereza que ella misma había necesitado en su juventud.
—Hija, el miedo siempre estará ahí. No puedes deshacerte de él, pero puedes elegir cómo enfrentarlo. La verdadera pregunta es si estás dispuesta a vivir con las consecuencias de cualquiera de tus decisiones. El amor y el deber no siempre se reconcilian, y no hay respuestas fáciles. Pero recuerda, si el corazón te duele cuando piensas en Nikos, quizá eso te esté diciendo algo. A veces, seguir lo que amamos significa perder algo, pero también significa ganar una vida que vale la pena vivir.
Eleni asintió en silencio, asimilando la paradoja que su abuela le presentaba. Entendía, ahora más que nunca, que cada elección dejaba una marca indeleble, que había caminos que solo podían recorrerse a solas. Le quedaba claro que, como su abuela le había insinuado, cada mujer en su familia había tenido su propio Nikos, su propio amor verdadero. Y, aunque la tradición intentara sepultarlo, esas historias vivían en los ojos de las mujeres de su linaje, en sus gestos, en el anhelo oculto en sus corazones.
—Nadie puede tomar esta decisión por ti, Eleni. Debes mirar dentro de ti y encontrar tu propia verdad. Si amas a Nikos, si realmente sientes que es tu destino, debes ser fuerte, porque el camino no será fácil. El verdadero amor es siempre una apuesta, una que exige todo de nosotros.
Eleni se recostó en el hombro de su abuela, dejando que las lágrimas cayeran en silencio. Sintió el calor de su cuerpo frágil pero fuerte, el consuelo que solo el amor familiar podía ofrecer. Sabía que su abuela entendía, sin necesidad de más palabras, el dilema que cargaba en su alma. Y aunque sus palabras no habían despejado sus dudas, le habían dado una nueva certeza: tenía la libertad de decidir, y en esa libertad residía también la fuerza para enfrentar cualquier consecuencia.
A medida que el sol se iba ocultando y las sombras invadían la estancia, Eleni sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. La decisión aún era suya, pero ahora llevaba consigo el consejo de una mujer que había conocido el amor y la pérdida. Y con esa sabiduría, su corazón, aunque inquieto, comenzaba a encontrar la claridad para enfrentar el futuro.