La plaza se inundaba de música y de murmullos que flotaban como un hechizo en la brisa nocturna, cargada de olor a jazmín y a los restos de humo de las antorchas. En el centro, bajo un cielo despejado y brillante, los invitados de ambas familias se unían en un baile que parecía más un ritual que una simple celebración. La música ancestral, interpretada por músicos locales, llenaba cada rincón y resonaba en los corazones de todos, envolviendo el evento con una mística palpable.
Eleni, con el corazón agitado y los nervios a flor de piel, observaba la escena desde un rincón de la plaza. Vestida con un delicado vestido blanco adornado con encajes y una cinta carmesí en la cintura, parecía una visión etérea, un espíritu atrapado entre las expectativas de la tradición y los susurros de un amor prohibido. Sus ojos escudriñaban a través de la multitud, buscando desesperadamente un rostro familiar: el de Nikos. Era un acto osado y peligroso, pero aquella noche de bailes y promesas le permitía aferrarse a la ilusión de que, al menos en secreto, podrían disfrutar de unos instantes compartidos.
Dimitris, por su parte, observaba a Eleni desde el otro extremo de la plaza, sin percatarse de que el brillo en sus ojos no le pertenecía a él. Avanzó con determinación, decidido a conquistar el corazón de su prometida y cumplir con el deber que su familia le había encomendado. Al acercarse, la tomó de la mano, un gesto que arrancó murmullos de aprobación entre los invitados y provocó un nudo en la garganta de Eleni. Sintió cómo el peso del compromiso la oprimía, y, aun así, dejó que Dimitris la guiara al centro de la pista.
La danza comenzó de forma lenta y ceremoniosa, con movimientos calculados que mantenían una distancia prudente entre ambos. Sin embargo, los ojos de Eleni se posaron por un breve instante en la figura que tanto deseaba, apoyada contra una columna en la penumbra. Nikos, con una expresión que oscilaba entre la admiración y la melancolía, seguía cada uno de sus pasos como si estuviera atrapado en una vigilia de amor imposible. Era una tortura disfrazada de goce, pues cada giro que la acercaba a Dimitris era una puñalada para ambos.
A medida que la música se aceleraba, los pasos de baile se tornaban más intensos y las parejas en la pista parecían perderse en un trance compartido. Dimitris, sintiendo la mirada de todos sobre él, se inclinó hacia Eleni, buscando algún atisbo de respuesta en sus ojos. Pero lo único que encontró fue una lejana tristeza que no lograba descifrar, una distancia que ni siquiera el tacto podía acortar. La fragilidad de sus intenciones quedaba expuesta en cada paso, y sin embargo, continuó, como si al hacerlo pudiera sellar su destino junto a ella.
Eleni sentía su corazón dividido entre el deber y el deseo, y cuando ya no pudo soportarlo más, giró la vista nuevamente hacia Nikos, quien ahora se había acercado disimuladamente al borde de la pista de baile. Sus ojos se encontraron en un instante furtivo que no necesitó palabras. En ese simple cruce de miradas, Eleni encontró la certeza de que, aunque estuviera comprometida por el honor familiar, su amor verdadero estaba allí, observándola desde las sombras, luchando junto a ella en silencio.
La danza culminó en un giro final, y justo cuando Dimitris iba a acercarse para susurrarle algo al oído, Eleni se separó de él con delicadeza pero firmeza. Aquel gesto sorprendió a todos, y durante unos segundos, una tensión incómoda se apoderó de la atmósfera. Dimitris la miró, perplejo y algo herido, mientras Eleni, con la voz apenas temblorosa, se excusaba y se alejaba hacia la oscuridad del jardín que bordeaba la plaza.
Sin perder tiempo, Nikos la siguió, moviéndose con sigilo entre los árboles hasta que ambos quedaron ocultos en un rincón de aquel vasto y enmarañado jardín. Las antorchas y los cantos quedaron atrás, y por un breve instante, el mundo entero desapareció. Allí, lejos de las miradas inquisitivas, Eleni sintió el calor de la mano de Nikos al tomar la suya, y la realidad se transformó en una promesa de libertad.
—No soportaba verte en brazos de otro, Eleni —murmuró Nikos, su voz impregnada de deseo y dolor—. No quiero ser solo una sombra en tu vida.
—Nikos, eres más que una sombra… —susurró ella, sintiendo cómo se quebraba aquella coraza de responsabilidad que había sostenido durante tanto tiempo—. Pero sabes que, mientras sigamos aquí, mi vida no me pertenece.
Ambos sabían que su amor era un reto a las tradiciones, una ruptura con la historia que tanto los había condicionado. Sin embargo, aquella noche, entre el eco de las risas y el sonido de la música que aún resonaba desde la plaza, se prometieron, con una determinación silenciosa, luchar por un amor que trascendiera las normas y el deber familiar.
Retornaron a la fiesta cada uno por separado, como si aquel encuentro no hubiese existido. Pero sus corazones, marcados por aquella danza prohibida y el roce de sus manos, ya no podrían escapar a la fuerza de una promesa que ni las alianzas ni los compromisos familiares lograrían quebrantar.