La casa de los Papadakis amaneció cubierta por una atmósfera densa y oscura. Las sombras se deslizaban entre los muros de piedra como si absorbieran cada secreto que en ellas se murmuraba. Nadie se atrevía a pronunciar palabra; las miradas eran esquivas, y los silencios hablaban con más elocuencia que cualquier voz. Una noticia espinosa, de aquellas que desgarran familias, había sido arrojada como una daga a la mesa de los dos patriarcas en un susurro malicioso, revelando una traición que nadie esperaba.
Dimitris fue el primero en enterarse. Fue su primo Theo quien, con una mezcla de desprecio y triunfo, lo arrastró a un rincón de la sala para dejar caer sobre él la sentencia que lo destruiría. Con una sonrisa torcida y una mirada ácida, Theo le reveló el romance clandestino de Eleni y Nikos, describiendo con morboso detalle cómo se veían en la penumbra, cómo se entregaban a un amor que desafiaba no solo las tradiciones, sino también el honor de su familia. Dimitris sintió cómo las palabras de su primo lo herían en el orgullo y lo llenaban de furia.
El corazón de Dimitris palpitaba con una fuerza que amenazaba con quebrarlo en mil pedazos. El mundo que había construido, sus planes, sus sueños de unirse a Eleni y cumplir con la voluntad de su familia, se desmoronaban como un castillo de arena al paso de una ola cruel. Se apartó sin pronunciar palabra, sin mostrar el tormento que le arrebataba el aliento, pero en su mente, la imagen de Eleni junto a Nikos comenzó a arder con una intensidad que solo su dolor podría alimentar.
El rumor se esparció rápido, como un incendio en el viento seco. Tíos, primos, incluso vecinos, pronto empezaron a hablar entre susurros, a mirarse con complicidad, a juzgar a Eleni en silencio. Aquella noticia, aún no confirmada por la familia, ya se había convertido en un escándalo que la perseguía como una sombra; la “novia traidora”, la “mujer infiel” que había deshonrado a su linaje al entregarse a un amor fuera del acuerdo familiar. Los ojos se desviaban cuando ella pasaba; algunos la miraban con compasión, otros con desprecio, y otros tantos con una curiosidad ansiosa.
El padre de Eleni, Kostas, fue el siguiente en enterarse, y el peso de la noticia le cayó como una losa de plomo. Su hija, la niña a quien había visto crecer, la joya de su casa, se había atrevido a desafiar todo lo que él había construido durante años. Para Kostas, el honor era sagrado, y su enfado, al conocer el romance prohibido, se mezcló con una tristeza tan profunda que por momentos le impedía respirar. Pero sabía que su deber como padre era defender el nombre de la familia a cualquier precio, aunque significara castigar a su propia hija.
Aquella misma noche, Kostas reunió a toda la familia en la gran sala. Con el rostro endurecido por el enojo y el corazón desgarrado, pronunció las palabras con la solemnidad de un juez que dicta una sentencia inapelable. A partir de aquel instante, Eleni sería vigilada con rigor, y su contacto con el mundo exterior quedaría limitado. Nadie de su familia aceptaría esta traición, y menos aún permitiría que aquel joven bohemio, a quien ya consideraban el enemigo, continuara con sus ardides para seducir a una hija de los Papadakis.
Eleni, enfrentada a las miradas severas de los suyos, sintió cómo su pecho se apretaba hasta casi no poder respirar. Sus labios temblaban, y su mente luchaba por entender el alcance de la traición. Sabía que alguien de su propia sangre había hablado, alguien que no dudó en destruir la felicidad que había encontrado en sus encuentros secretos con Nikos. Y aunque intentaba mantener la compostura, una parte de ella ardía en un dolor que nunca antes había conocido.
—¿Es cierto lo que se dice de ti, Eleni? —preguntó su madre, con los ojos vidriosos y el tono suave pero firme, como si el susurro fuera más difícil de pronunciar que un grito.
Eleni asintió, sin arrepentimientos. Sabía que no podía seguir ocultando lo que su corazón había elegido. La mirada de su madre se llenó de una tristeza profunda, y la joven vio en sus ojos el reflejo de sus propios anhelos reprimidos. Era como si en aquel silencio materno existiera una comprensión tácita, una simpatía por lo que había arriesgado en nombre del amor, aunque el deber la obligara a permanecer en silencio.
Esa noche, Eleni fue confinada a sus habitaciones, aislada de todo contacto, con la única compañía de sus pensamientos. Desde la ventana de su cuarto, observaba el cielo estrellado, buscaba alguna señal, alguna esperanza que le indicara que su amor por Nikos no estaba perdido. Y aunque el dolor la consumía, también sintió una chispa de valentía encenderse en su interior. Sabía que había desafiado a su destino, que había seguido a su corazón a pesar de los riesgos, y que, aunque el precio fuera alto, había experimentado un amor real, uno que valía más que cualquier pacto familiar.
Mientras las horas avanzaban, Eleni imaginaba que, en algún lugar bajo aquel mismo cielo, Nikos también pensaba en ella, compartiendo en silencio el peso de aquella traición que los había separado.