La luna, testigo inmóvil de los deseos y penas humanas, estaba llena aquella noche, iluminando el paisaje y bañando de plata los senderos ocultos por los que Eleni y Nikos habían planeado huir. Era como si incluso el universo conspirara para guiar su amor hacia algún rincón seguro donde las miradas inquisitivas y los juicios implacables de sus familias no pudieran alcanzarlos. Desde días antes, habían elaborado cada detalle, construyendo en secreto una ruta hacia la libertad y un nuevo comienzo. Pero en el fondo, ambos sabían que el destino rara vez se pliega a los sueños de los amantes.
A la medianoche, Eleni se deslizó entre las sombras del pasillo, consciente de cada pequeño crujido que podría delatarla. Había empacado apenas lo esencial en un pequeño bolso: cartas de Nikos, recuerdos fugaces de su niñez, y un amuleto que su abuela le había dado cuando era niña, prometiéndole que un día la protegería en un momento crucial. Al cruzar el umbral de su casa, sintió cómo el aire frío de la noche la envolvía, como un abrazo que la reconfortaba. Cada paso que daba hacia el olivar donde habían acordado encontrarse era una despedida de aquella vida que la había aprisionado tanto tiempo.
Nikos la esperaba bajo un árbol frondoso, su figura recortada por el resplandor de la luna. Al verla aparecer entre los matorrales, la envolvió en sus brazos, y por un instante, ambos sintieron que ya estaban libres, que los lazos invisibles que los mantenían atrapados se habían desvanecido. Nikos, con los ojos llenos de esperanza, tomó las manos de Eleni y le susurró palabras dulces, promesas de una vida sin miedo ni restricciones, de un amor que crecería lejos de las rivalidades y rencores que durante generaciones habían definido a sus familias.
Pero mientras se preparaban para partir, un ruido sordo rompió la quietud de la noche. Un grupo de figuras emergió entre los árboles, y Eleni sintió cómo el miedo se apoderaba de ella al ver a Dimitris y a Theo avanzar hacia ellos, seguidos de algunos hombres de su familia. Dimitris, con el rostro marcado por el resentimiento y el orgullo herido, avanzó como un juez implacable, decidido a impedir que el honor de su familia se desmoronara ante la humillación de una huida.
—¿Así pensabas marcharte, Eleni? ¿Como una ladrona en la noche, llevándote contigo el honor de nuestra familia? —Dimitris espetó, su voz resonando como una sentencia.
Nikos se interpuso entre Dimitris y Eleni, levantando la barbilla en un gesto de desafío. No iba a permitir que nadie los separara, no ahora que el amor los había guiado hasta el borde de su libertad. La tensión era palpable, un silencio cargado de peligro envolvía a los presentes. Eleni notó cómo los hombres intercambiaban miradas furtivas, y en sus rostros, adivinó que no había más destino para ellos que la sumisión o el enfrentamiento.
—No tienes derecho a retenerla —dijo Nikos, con voz firme—. Si la amas, déjala elegir su propio camino. Es su vida, no un trofeo para ser intercambiado.
Dimitris, herido en su orgullo, pareció tambalearse ante las palabras de Nikos. Pero el rencor ancestral que alimentaba la rivalidad entre ambas familias lo dominaba, nublando cualquier compasión que pudiera sentir por Eleni. Un movimiento brusco de Theo rompió el silencio, y uno de los hombres sujetó a Nikos, arrancándolo de los brazos de Eleni. La joven intentó liberarse de las manos de su primo, que la contenía con una fuerza que parecía querer aplastar su voluntad.
Eleni gritó, su voz desgarrada rebotando contra las paredes invisibles de aquella trampa nocturna. La angustia y la impotencia se entrelazaban en su pecho mientras observaba cómo arrastraban a Nikos, su amado, que luchaba con todas sus fuerzas por liberarse. Era como si todo el dolor reprimido durante generaciones se condensara en aquel momento, en aquel grito que desgarraba la noche y que, pese a todo, parecía condenarla al silencio.
—¡No puedes detenerme, Dimitris! ¡No puedes decidir sobre mi vida! —Eleni le lanzó la mirada más fría que jamás había sentido—. Prefiero morir lejos que vivir sin libertad.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, retumbando en los corazones de todos los presentes. Dimitris vaciló, visiblemente afectado por la pasión en los ojos de Eleni, pero pronto el endurecimiento de sus facciones reveló que no iba a ceder. Dio la orden de llevarla de vuelta, y la separación de Eleni y Nikos fue rápida y brutal, cada uno arrancado del otro como si el destino mismo los estuviera castigando por haber intentado romper con el legado de odio.
Cuando finalmente los hombres se retiraron, la noche volvió a sumirse en un silencio que parecía eterno, un eco de lo que Eleni y Nikos habían perdido. Eleni, encerrada nuevamente en la casa de su familia, miraba desde la ventana la oscuridad de la noche, donde solo la luna parecía compartir su desconsuelo. Aunque sus cuerpos habían sido separados, Eleni sentía que una promesa más fuerte que cualquier amenaza aún la unía a Nikos, una promesa que ni el odio ni las imposiciones familiares podrían quebrantar.
Y aunque el dolor la atormentaba, en su corazón permanecía una llama encendida, un recuerdo de aquella noche que la hacía sentir que, por más que intentaran encerrarla, nunca podrían apagar su amor ni el sueño de una libertad aún por alcanzar.