Bajo el Cielo de Atenas

Capítulo 21: La Separación

El viento del otoño, cargado de aromas a olivo y salitre, parecía ser el mensajero de un destino inevitable. La familia de Eleni, herida en su orgullo y atemorizada por los rumores que circulaban por el pueblo, decidió que lo mejor sería enviarla lejos, a Atenas, donde un tío solterón y adusto prometió vigilarla como a una prisionera de lujo. Nikos, por su parte, enfrentó la furia de su padre, quien lo acusó de deshonrar su apellido al enredarse con la hija de sus rivales. En una decisión que no admitía réplicas, lo mandaron a Creta, bajo la tutela de un primo lejano que trabajaba como pescador. Así, con una fría eficiencia, los amantes fueron separados como si fueran dos piezas de ajedrez movidas por manos invisibles y despiadadas.

Eleni partió al amanecer, escoltada por su madre, quien no pronunciaba palabra, pero cuya mirada estaba cargada de reproche y resignación. Desde la ventana de la carreta que la llevaba al puerto, Eleni observó cómo las colinas que rodeaban el pueblo se desvanecían poco a poco, llevándose consigo todos los recuerdos de sus encuentros con Nikos. En su pecho ardía una mezcla de ira y desesperanza. ¿Cómo era posible que el amor, tan puro y verdadero, pudiera ser aplastado por las ambiciones y miedos de quienes decían amarla?

En Creta, Nikos encontró un refugio en el trabajo arduo y monótono de la pesca, pero su espíritu rebelde no podía ser domesticado tan fácilmente. Cada red que lanzaba al mar, cada ola que rompía contra la barca, le recordaban a Eleni, su risa cristalina y la calidez de sus manos. Por las noches, bajo el cielo tachonado de estrellas, escribía cartas que nunca enviaba, llenas de promesas y confesiones que solo el viento podía escuchar.

Mientras tanto, en Atenas, Eleni vivía como una sombra. Su tío, un hombre severo y sin paciencia para los arrebatos juveniles, llenaba sus días con clases de piano, lecturas obligatorias y paseos por jardines vacíos. La ciudad, con su bullicio y grandeza, le parecía un mundo ajeno, incapaz de consolar su corazón herido. En las noches, sola en su habitación, le hablaba a la luna, imaginando que Nikos también la miraba desde su rincón del mundo.

Los meses se transformaron en estaciones, y aunque la distancia física entre ellos era infranqueable, su conexión parecía resistir el paso del tiempo. Ambos llevaban consigo pequeños objetos que se habían intercambiado en su último encuentro: Nikos guardaba el pañuelo bordado que Eleni le había dado, mientras que ella conservaba una piedra lisa que él había encontrado en la playa y que, según él, simbolizaba la eternidad.

Sin embargo, la separación no solo había herido sus corazones, sino que también había comenzado a desgastar su esperanza. Las familias, satisfechas con el éxito de su intervención, vigilaban con recelo cualquier intento de comunicación entre ellos. La incertidumbre se convirtió en su mayor enemiga: ¿seguiría Eleni soñando con él? ¿Habría Nikos encontrado consuelo en otros brazos? Estas preguntas, silenciosas pero implacables, se clavaban en sus almas como espinas invisibles.

Una noche, durante una cena formal en la casa de su tío, Eleni escuchó a los invitados hablar sobre una tormenta que había azotado Creta, dejando a varios pescadores atrapados en el mar. Su corazón dio un vuelco, y aunque intentó no pensar en ello, el miedo la consumió. Esa noche, rezó como nunca antes, implorando que Nikos estuviera a salvo.

Por su parte, Nikos, tras sobrevivir a la tormenta, se sentó en la playa con el cuerpo exhausto pero el alma encendida. Miró al horizonte, donde imaginó que Atenas se alzaba como un faro lejano, y se juró que, sin importar cuánto tiempo pasara, encontraría la manera de volver a Eleni.

La separación había logrado mantener sus cuerpos apartados, pero no podía romper el lazo invisible que unía sus corazones. Aunque los caminos de ambos parecían destinados a nunca cruzarse de nuevo, en el fondo sabían que la vida, como el mar, siempre encuentra la manera de unir lo que las tempestades intentan separar.




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