El tiempo, con su cruel indiferencia, parecía alargarse interminablemente, convirtiendo los días en un desfile monótono de tareas y pensamientos silenciados. En Atenas, Eleni encontraba refugio en las pocas horas de soledad que le ofrecían sus días. Encerrada en su habitación, con el aroma de los jazmines que trepaban por la ventana, permitía que su mente vagara hacia los recuerdos que tanto intentaba enterrar. Los ojos de Nikos, brillantes como el sol sobre el mar, se imponían en sus pensamientos, reviviendo cada instante compartido con él: las risas furtivas, los paseos por la playa y aquella promesa susurrada en la penumbra de su último encuentro.
“¿Es esto el amor?”, se preguntaba, con la incertidumbre de quien ha conocido el abismo de la pasión pero teme su poder devastador. Se cuestionaba si lo que sentía por Nikos era más fuerte que los deberes impuestos por su familia y las tradiciones que la habían moldeado desde su infancia. La respuesta no era sencilla. Aunque el corazón le gritaba que sí, la razón le recordaba que el amor también podía ser un lujo peligroso en un mundo donde las lealtades familiares se pagaban con sangre.
En Creta, Nikos miraba las olas romper contra las rocas mientras sus manos, endurecidas por el trabajo, acariciaban distraídamente el pañuelo de Eleni que guardaba siempre en su bolsillo. Las palabras que nunca había dicho en voz alta lo atormentaban en el silencio de las noches. Reflexionaba sobre el significado de su lucha, preguntándose si su amor por Eleni justificaba el caos que había traído a sus vidas.
“¿Qué clase de hombre soy?”, se repetía. Amaba a Eleni con una intensidad que no lograba explicar, pero también entendía que su amor no era un acto aislado; era un desafío directo a las normas y expectativas que regían a sus familias. En su soledad, comenzó a cuestionar si el amor verdadero debía ser un sacrificio continuo o si, en algún punto, el deseo de libertad y paz debía prevalecer.
Ambos, atrapados en sus propios mundos, llegaron a un punto de introspección que les era ajeno antes de su separación. Eleni comenzó a notar la fuerza que le nacía al defender sus propios deseos frente a los que la rodeaban, aunque solo fuera en su mente. La idea de elegir su camino se hacía cada vez más clara, aunque su corazón aún vacilaba entre la obediencia y el deseo. Nikos, por su parte, entendió que el arte que había dejado de lado en su desesperación por reunirse con Eleni era su refugio más antiguo y fiel. Las pinturas que comenzó a esbozar en las noches eran su forma de mantenerla cerca, de plasmar en colores lo que las palabras no podían capturar.
Ambos comprendían que su separación no era solo un castigo impuesto por sus familias, sino una prueba del temple de su amor. En medio de la distancia, sus deseos se definían con mayor claridad. Eleni entendió que no podía vivir bajo la sombra de los sueños de otros, mientras Nikos aceptaba que la libertad no se encontraba en la rebeldía, sino en el valor de vivir auténticamente.
Eleni comenzó a escribir cartas que nunca enviaba, y Nikos continuó dibujando paisajes donde el rostro de ella era siempre el protagonista. A través de estas expresiones privadas, ambos encontraron la fuerza para enfrentarse a sus futuros inciertos. Aunque el dolor de la separación persistía, también lo hacía la convicción de que el amor que compartían, sin importar cuán imposible pareciera, merecía ser vivido plenamente.