El mercado de la ciudad de Corfú era un caleidoscopio de colores y aromas, con frutas maduras exhibiéndose como joyas bajo la luz dorada del mediodía, especias exóticas que llenaban el aire con promesas de tierras lejanas, y artesanos que ofrecían sus creaciones con el entusiasmo de quienes conocen el valor de lo hecho a mano. En medio de esa vibrante sinfonía de vida, Eleni caminaba con paso lento, como quien busca perderse entre desconocidos para hallar algo de paz.
Habían pasado dos años desde su partida de Atenas, tiempo suficiente para que los contornos de su vida anterior comenzaran a difuminarse, pero no para borrar el rostro de Nikos de su memoria. Con un cesto a medio llenar en la mano, se detuvo frente a un tendero que vendía cerámicas pintadas a mano. Sus dedos acariciaron distraídamente un pequeño jarrón adornado con olivos, mientras su mente vagaba hacia recuerdos que creía haber domado.
“Eleni.”
La voz llegó a ella como un eco desde otro tiempo, tan inesperada como familiar. Sintió cómo su cuerpo se tensaba, su respiración se detenía por un instante eterno. Al volverse, sus ojos se encontraron con los de Nikos, tan intensos como los recordaba, pero ahora llenos de una mezcla de asombro y anhelo que le cortó el aliento. Él sostenía un cuaderno de bocetos en una mano y un lápiz en la otra, como si su aparición hubiera interrumpido un momento de creación.
El silencio entre ellos fue breve pero cargado, una pausa que contenía todas las palabras no dichas y las cartas nunca enviadas. Finalmente, Nikos habló, su voz apenas un susurro. “No creí que volvería a verte.”
Eleni sintió que su corazón latía con fuerza, cada latido resonando como un tambor en su pecho. Quería decir tantas cosas, pero todas parecían triviales frente a la inmensidad de ese momento. “Yo tampoco lo creí,” respondió al fin, y su voz tembló como las hojas de los olivos bajo el viento.
El mercado, con su bullicio constante, se desvaneció a su alrededor. Mientras caminaban juntos hacia una pequeña taberna en un rincón apartado, las palabras comenzaron a fluir entre ellos, primero torpes, luego con la naturalidad de quienes siempre habían sabido cómo encontrarse. Nikos le habló de sus viajes, de los paisajes que había pintado y de los rostros desconocidos que llenaban su arte pero que nunca lograban reemplazar el suyo. Eleni, por su parte, compartió retazos de su nueva vida, sin mencionar las noches solitarias en las que había soñado con este momento.
La conversación era un vaivén entre el presente y el pasado, como olas que acarician una costa olvidada. Nikos sacó de su cuaderno un dibujo que había hecho de ella, un retrato que no mostraba solo su rostro, sino también su espíritu, capturado con la precisión de alguien que la había conocido en lo más profundo. “Siempre fuiste mi musa,” dijo, y la intensidad en su voz la hizo estremecerse.
Eleni bajó la mirada, consciente de que el reencuentro no resolvía las barreras que aún los separaban. Sin embargo, también sabía que en ese instante, en esa ciudad lejana, estaban juntos, y eso era suficiente para revivir las viejas emociones que nunca habían desaparecido por completo. Mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de colores cálidos, ambos se aferraron a ese momento, sabiendo que, al menos por ahora, el universo les había dado una tregua.