El alba llegó con una brisa tibia que arrastraba el aroma a lavanda y tomillo de las colinas. Para Eleni y Nikos, aquel día marcaba el inicio de una vida que hasta entonces solo había existido en sus sueños y susurros compartidos. El tiempo de ocultarse había terminado, y con la ayuda de amigos leales, se preparaban para construir un futuro que desafiara tradiciones y expectativas.
Fue bajo la sombra de un viejo olivo, cuyas raíces se entrelazaban con la tierra como si guardaran los secretos del tiempo, donde se reunieron por última vez antes de partir. Katerina, la prima rebelde de Eleni, llegó con provisiones escondidas en un cesto de pan, mientras que Andreas, un carpintero de manos callosas pero corazón generoso, traía herramientas para el taller que Nikos soñaba abrir.
“No puedo decir que no les tenga miedo a las consecuencias,” confesó Katerina, colocando el cesto sobre la mesa improvisada. “Pero si alguien puede romper este ciclo de rencor y orgullo, son ustedes.”
Nikos le dio una palmadita en el hombro, agradecido. “Sin ustedes, ni siquiera estaríamos aquí. Esto es más que nuestro amor; es la posibilidad de algo mejor.”
El plan era sencillo en su audacia: abandonar el pueblo y establecerse en una villa cercana donde nadie los conociera como Kalliris o Papadakis, sino simplemente como Nikos y Eleni. Allí, lejos de los ecos de las disputas familiares, podrían labrar una vida donde el pasado no dictara su destino.
La primera noche en su nueva casa, una pequeña cabaña de piedra rodeada por viñedos, fue tan modesta como emocionante. La cabaña necesitaba reparaciones, pero para ellos, era un palacio. Nikos, siempre con su mirada de artista, señaló las ventanas abiertas al campo y dijo: “Este será el marco de nuestra vida. Aquí crearemos algo que nadie pueda destruir.”
Eleni, emocionada y exhausta, pasó sus dedos por las paredes rugosas, imaginando los colores que algún día las cubrirían, los cuadros que colgarían, las historias que contarían. “Esto es nuestro,” murmuró, como si quisiera asegurarse de que era real.
Pero no estaban solos. Andreas les ayudó a construir el taller donde Nikos tallaba la madera como si fuera un lienzo, mientras que Katerina organizó reuniones clandestinas con otros jóvenes que compartían su visión de un futuro sin divisiones. Cada visita traía más aliados y menos miedo.
Los días se sucedieron entre trabajo y esperanza. Aunque la amenaza de sus familias aún se cernía sobre ellos, Eleni y Nikos encontraron consuelo en los momentos sencillos: las risas durante el almuerzo, los paseos al atardecer, los silencios llenos de complicidad. Cada pequeño logro, como la primera mesa que Nikos vendió o la primera higuera que Eleni plantó, era una victoria sobre el pasado.
Sin embargo, sabían que el verdadero desafío no estaba en construir una casa ni en ganar el pan, sino en demostrarle al mundo que el amor puede superar hasta las raíces más profundas del odio. Y mientras el sol se ocultaba tras las colinas, bañando todo en tonos dorados, Eleni tomó la mano de Nikos y susurró: “Esto es solo el comienzo. Juntos podemos con todo.”