La noche era un lienzo de terciopelo oscuro salpicado de estrellas, cada una brillando como un faro de esperanza para quienes se atrevían a soñar. Eleni y Nikos se encontraban en la colina más alta de Atenas, con la Acrópolis al fondo, su silueta majestuosa recortada contra el cielo nocturno. Habían subido allí no solo para escapar del bullicio de la ciudad, sino para conmemorar el camino que habían recorrido, los desafíos enfrentados y el amor que había resistido las tormentas más crueles.
“¿Puedes creerlo?” dijo Eleni mientras se sentaba en el suelo, sus dedos acariciando la hierba fresca. “Hace un año, todo esto parecía imposible. Tú y yo, juntos... aquí.”
Nikos, siempre práctico, sonrió mientras desplegaba una manta y sacaba una pequeña botella de vino que había llevado consigo. “Nada es imposible cuando uno se atreve a luchar por ello,” respondió. Pero su voz, normalmente firme, temblaba un poco. Esa noche significaba mucho más de lo que las palabras podían expresar.
Se sentaron bajo el cielo estrellado, compartiendo sorbos de vino y pequeños trozos de queso que Nikos había envuelto con esmero. La conversación fluía entre risas y recuerdos, cada anécdota un recordatorio de que su amor había sido forjado en el fuego de la adversidad.
“Recuerdo la primera vez que te vi en aquel festival,” dijo Nikos, con una sonrisa melancólica. “Estabas tan fuera de lugar, tan... perfecta. Fue como si el universo hubiera trazado un camino directo hacia ti.”
Eleni rio suavemente, el sonido cristalino como un eco de los días más felices. “Y yo pensé que eras un loco, un soñador que hablaba de arte como si fuera más importante que la vida misma. Y ahora, aquí estoy, soñando contigo.”
El viento susurraba entre los árboles, llevándose consigo el peso del pasado y dejando solo la promesa de un futuro brillante. Atenas parecía respirar con ellos, como si la ciudad misma estuviera conspirando para proteger su amor.
Nikos sacó un pequeño paquete de su bolsillo. Eleni lo miró con curiosidad, sus ojos brillando a la luz de la luna. Al abrirlo, encontró un anillo sencillo, hecho a mano, con un diseño que recordaba las olas del mar. “No es de oro, pero está hecho con todo lo que soy,” dijo Nikos.
Eleni lo tomó entre sus manos, sus ojos llenos de lágrimas. “No necesito más que esto. Tú eres mi hogar, Nikos.”
Con la luna como testigo, intercambiaron promesas no de perfección, sino de resistencia, de caminar juntos incluso cuando el camino se volviera empinado. Y mientras el horizonte comenzaba a teñirse con los primeros colores del amanecer, se abrazaron, seguros de que su amor no solo había vencido el pasado, sino que también sería la fuerza que construiría un futuro lleno de posibilidades.
Bajo el cielo de Atenas, se pertenecían por completo.