Bajo el favor del Rey

Capítulo 8: El peso de las apariencias

El segundo día oficial del programa comenzó antes del amanecer.
Las luces del palacio se encendieron a las seis en punto, y las melodías de cuerda llenaron el Ala Dorada con su ritmo sereno y preciso.
Eliana Morell ya estaba despierta, mirando el reflejo tenue del amanecer filtrarse entre las cortinas.

Ariette, su doncella, entró con un vestido de tono marfil y un dossier cerrado con el sello del programa.

—Lady Corin ha adelantado la sesión de oratoria, señorita —informó mientras la ayudaba a arreglarse—. Después del almuerzo, asistirán a la recepción privada con algunos miembros del consejo real.

Eliana asintió.
Cada día en el palacio comenzaba igual: orden, perfección y un silencio que pesaba más que el lujo.

El salón de oratoria estaba en el Ala Este, un espacio luminoso con retratos de antiguos embajadores, mármol blanco y un atril de madera oscura en el centro.
El eco de los pasos sonaba solemne.

Lady Corin, de uniforme azul con ribetes dorados, se encontraba de pie junto a un hombre de porte imponente, cabello gris y bastón de plata.

—Este es Lord Arven, miembro del Consejo Real —anunció ella—. Evaluará su desempeño.

Arven inclinó la cabeza con cortesía, su mirada aguda pasando de una candidata a otra.

—Una reina no solo gobierna con belleza —dijo—. Gobierna con palabras. Quiero oírlas.

Mireya Halden fue la primera. Su discurso fue una sinfonía de sonrisas, promesas y frases bien decoradas.

Selene Davor habló con dramatismo, su voz modulada para impresionar.

Amara Voleyn ofreció un discurso perfecto, elegante, sin emoción alguna.

Luego llegó el turno de Eliana Morell.

Caminó con paso tranquilo hasta el atril. No llevaba papeles, solo una idea.

—No hay nada más difícil que representar a un pueblo que no conoces —comenzó—. Pero si escuchas antes de hablar, puedes comprender lo que esperan de ti.
El poder sin empatía se convierte en miedo, y el miedo… jamás construye respeto.

Cuando terminó, el silencio fue absoluto.

Lady Corin bajó la vista, ocultando una ligera sonrisa.

Pero fue Lord Arven quien rompió el silencio.

—¿Su nombre, señorita? —preguntó, con voz grave.

—Eliana Morell, mi lord.

Arven asintió lentamente.

—Recuerde ese nombre, Lady Corin. Los discursos sinceros son raros… y peligrosos.

Corin inclinó la cabeza.

—Lo recordaré.

Eliana regresó a su asiento sin entender del todo lo que había pasado.

Solo sintió que, por un momento, el aire se había detenido alrededor de ella.

*****

Después del almuerzo, las candidatas se reunieron en la terraza del ala sur.

El sol caía sobre las fuentes y los jardines con un brillo dorado.

Selene se inclinó hacia Mireya.

—Ya tienes competencia —murmuró—. Parece que a los hombres del consejo les encantan las chicas con cara de inocentes.

Mireya sonrió con la suavidad de quien planea un golpe.

—Nadie sobrevive mucho tiempo siendo inocente en este lugar.

Eliana fingió no oírlas.

Pidió permiso para caminar por los jardines.
Necesitaba alejarse de los espejos, de las miradas y de las paredes que parecían escuchar.

El Jardín Norte era un paraíso de fuentes y esculturas, bordeado por pasillos de cristal.

Eliana avanzó entre los rosales, dejando que el viento despeinara su cabello.

Por primera vez desde su llegada, se permitió respirar sin miedo a ser observada.

O eso creyó.

Doblando uno de los corredores, chocó con alguien al salir de un pasillo lateral.

El golpe fue suave, pero suficiente para que la carpeta que llevaba se abriera y los papeles cayeran al suelo.

—Perdón, yo… no lo vi venir —dijo ella, agachándose de inmediato.

—Y yo esperaba que alguien al menos me advirtiera de que el palacio se había vuelto una pista de obstáculos —respondió una voz grave, serena, con un matiz de autoridad que helaba el aire.

Eliana levantó la vista.
El hombre frente a ella no llevaba corona, pero no la necesitaba.

Traje oscuro, hombros rectos, mirada azul.

El porte de alguien que estaba acostumbrado a que el mundo se apartara a su paso.

No lo reconoció de inmediato, aunque todo en él gritaba poder.

—Lo siento mucho, señor —dijo, recogiendo los papeles con rapidez—. Fue mi culpa.

Él la observó en silencio, con la calma de quien no está acostumbrado a las disculpas sinceras.

Luego extendió una mano para ayudarla a levantarse.

Sus dedos rozaron los suyos apenas un segundo, pero bastó para que el corazón de Eliana se agitara sin razón.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.