Bajo el fuego

Capítulo 2: El Halcón en Milán

Fabrizio Vitali detestaba las discotecas; prefería los salones donde se gestaban los acuerdos. Como heredero de la dinastía, era una de las figuras clave de Vitali Enterprises, una corporación cuyo poder se extendía por Europa, con su sede principal y foco de negocio firmemente anclados en Milán.

Aunque operaba con la máxima autoridad, Fabrizio aún no había asumido la dirección global. Esto se debía, en gran medida, a su propia insistencia en establecerse en Buenos Aires para dirigir la sucursal argentina que él mismo había fundado. Por elección personal, su vida de empresario se desarrollaba en el Cono Sur, y su rama crecía con tal agresividad que pronto rivalizaría con las operaciones europeas.

Había pasado seis días en Milán cumpliendo con las obligaciones familiares. Su visita a sus padres terminaba esa noche. Mañana al amanecer, el Halcón, su jet privado, lo devolvería a Buenos Aires, su campo de batalla elegido.

La única razón para tolerar el ruido del reservado en Navigli era Marco Santoro, su único amigo de la infancia en Italia, quien celebraba su cumpleaños.

—¡Salute! Por el eterno soltero y el empresario más implacable de nuestro tiempo —brindó Marco.

Fabrizio esbozó una sonrisa cortés, pero tensa. La impaciencia por volver a sus asuntos lo ponía de mal humor. Sus pensamientos se veían constantemente interrumpidos por una obsesión silenciosa que lo había acompañado durante cinco años: la búsqueda de una mujer, un fantasma recurrente en sus sueños.

—¿Te sucede algo, Fabbri? Te noto más inquieto de lo normal —preguntó Marco.

—Solo necesito aire fresco —mintió Fabrizio, dejando el vaso. Se despidió y se dirigió a la salida. Se detuvo en el camino, disfrutando de la brisa fría de la noche, y sacó su teléfono para contactar a su conductor.

Justo en ese instante, un cuerpo ligero y tembloroso se estrelló contra él. Fabrizio, con reflejos entrenados por años en entornos de alto riesgo, la sostuvo firmemente para evitar que cayera.

—¿Está bene, signorina? —preguntó, su voz grave, cortando el sonido de la calle.

Ella levantó la mirada. Sus ojos oscuros, desorbitados por el pánico, se clavaron en los suyos.

—Ayúdame… por favor… —Las palabras fueron un ruego desesperado que encendió todas sus alarmas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.