Bajo el fuego

Capítulo 3: Un Reconocimiento imprevisto

Fabrizio la sostuvo firmemente, sintiendo el temblor febril que recorría el cuerpo delicado de Lucía. Su respiración era errática. El pánico puro en los ojos de la joven le reveló que el peligro era mucho más grave que una simple embriaguez.

—Tranquila. Estoy aquí —murmuró Fabrizio, envolviendo su brazo alrededor de su cintura para mantenerla erguida.

Justo en ese instante, el rostro de Lucía se inclinó hacia la luz del farol. Fabrizio sintió que el aire abandonaba sus pulmones. El corazón le latió con una furia sorda.

Ese cabello rizado de color castaño, ese perfil perfecto, esos ojos grandes y asustados... Era ella. La chica de Buenos Aires.

Habían pasado cinco años desde aquella tarde en Recoleta en que lo había salvado. Él la había buscado sin descanso con todo el poder de su imperio. Y ahora, aquí, en una calle oscura de Milán, Lucía se había estrellado contra él.

Lucía, ajena a la tormenta de recuerdos, se aferró al tejido de su costosa camisa. La droga intensificaba sus emociones hasta la desesperación.

—Por favor... sácame de aquí —imploró Lucía, su voz convertida en un susurro ardiente. —Me siento... me siento horrible. No me dejes...

La desesperación en su voz fue el ancla que sacó a Fabrizio de su shock. Su prioridad era protegerla; el resto vendría después. Vio una sombra doblando la esquina a lo lejos y supuso que quienes le habían hecho esto la estaban buscando.

Cargó a Lucía en sus brazos, mientras que con una mano llevaba su teléfono al oído. Su conductor, Massimo, estaba en línea.

Massimo, raccoglici subito. A la svelta! (Massimo, recógenos de inmediato. ¡Rápido!) —ordenó Fabrizio, su voz cortante en el italiano de negocios.

Subito, Signor Vitali —respondió la voz firme de su chofer.

—Vamos. Estás a salvo —le dijo a Lucía, con urgencia controlada.

Fabrizio la llevó rápidamente unos metros hasta la acera opuesta. En segundos, el elegante Maserati negro se detuvo. Massimo saltó y abrió la puerta trasera sin hacer preguntas. Fabrizio introdujo a Lucía en el asiento y se deslizó él a su lado.

—¿Dónde vives? Dime tu dirección.

Ella lo miró, sus ojos vidriosos buscando enfocarse, y balbuceó incoherencias. “No... Argentina... vuelo...” El aturdimiento químico le impedía articular una respuesta coherente.

Fabrizio apretó su mano, frustrado. No podía llevarla a su apartamento si estaba siendo buscada por quienes la drogaron, y tampoco podía llevarla a un hospital; no quería exponerla a una investigación policial o a un escándalo. Decidió que el único lugar seguro era su ático, allí llamaría a su médico para que la revise.

Minutos después, llegaron al ático, un santuario de cristal y diseño minimalista. Apenas cruzaron el umbral, Lucía cayó de rodillas, el control que había intentado mantener finalmente cediendo.

—No... puedo... —Jadeó, agarrándose la cabeza. El ardor en su cuerpo era insoportable, una necesidad química que la obligaba a buscar contacto y alivio.

Fabrizio se inclinó, sintiendo el contacto de la piel ardiente. Era urgente llamar al médico personal. Sacó su teléfono, pero antes de que pudiera marcar, Lucía se elevó, sus ojos llenos de una súplica desesperada.

—Ayúdame, por favor —Se arrastró hacia Fabrizio, tirando del bajo de su chaqueta.

La respiración de Fabrizio se aceleró. Había pasado años idealizando a esta mujer. Nunca imaginó que la encontraría así: drogada, vulnerable, deseándolo con una intensidad nacida del pánico químico.

—Escucha, estás bajo los efectos de algo. Tienes que intentar calmarte —dijo Fabrizio, su voz tensa por el autocontrol. Él era un hombre de negocios, de principios sólidos, no un depredador. No se aprovecharía de su estado.

Pero Lucía no escuchaba. Sus ojos, ya no asustados, sino llenos de una súplica desesperada, se clavaron en los de él. Sus manos temblaban mientras se levantaba y, con una audacia que no era suya, le rodeó el cuello.

—Por favor... quema —murmuró, su voz desgarradora, el gemido más vulnerable que él había oído jamás.

Fabrizio cerró los ojos, luchando contra una batalla interna que amenazaba con derrumbar sus defensas. Él la recordaba como la chica que le había salvado la vida. Y ahora, esa chica se ofrecía.

Abrió los ojos. Vio la desesperación pura. La inocencia forzada por la química. No era ella, pero él tenía el poder de darle lo que su cuerpo exigía, de forma segura, con respeto, y con una ternura que la protegería de sí misma y del dolor de la mañana siguiente.

—Maldición —susurró, con una derrota dulce y abrumadora.

La alzó en sus brazos, su cuerpo ardiente y frágil. La llevó a su dormitorio, un santuario de terciopelo y sombras. La depositó suavemente en las sábanas de seda negra.

—Solo si lo quieres. Solo si me lo pides de nuevo, sin la droga —dijo él, dándole una última oportunidad de retroceder.

Pero Lucía se elevó sobre la cama, sus manos buscando el botón de su camisa, sus ojos fijos en los de él con una mezcla de deseo y súplica. Ella no lo recordaría. Pero él nunca lo olvidaría.

Él se rindió. El hombre que la había buscado durante años se entregó a la realidad. Se inclinó, y en ese beso cargado de urgencia, se fusionaron el pasado y el presente.

Fue la pasión más pura que jamás había conocido. Fabrizio fue infinitamente gentil y paciente, cada caricia una promesa silenciosa de protección. En lugar de lujuria, guió el encuentro con una profunda ternura, buscando disipar el fuego químico con la seguridad de su presencia. El temblor de Lucía cedió lentamente, reemplazado por la entrega. La tomó con la reverencia de quien posee el tesoro más preciado. En sus brazos, Lucía experimentó su primera vez, no como un acto desesperado, sino como una ofrenda de consuelo y la salvación de la noche.




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