A la mañana siguiente, el sol de Milán se filtraba a través de las cortinas motorizadas, creando un patrón de luz sobre el suelo de madera de ébano.
Lucía sintió que su cabeza iba a explotar. Cada músculo de su cuerpo protestaba. Se despertó desnuda, en una inmensidad de sábanas de seda negra, completamente desorientada y con un dolor sordo entre las piernas. No sabía dónde estaba, pero al ver el lujo minimalista y la amplitud de la habitación, supo que no era el pequeño apartamento de Chiara. El recuerdo de anoche era una niebla ardiente: la discoteca, la sensación de quemazón, el pánico y... un par de ojos oscuros que prometían protección.
¡Su vuelo!
El reloj digital marcaba una hora crítica. La vergüenza y el pánico la impulsaron más fuerte que cualquier dolor. Se vistió apresuradamente con el vestido de la noche anterior, cada movimiento una punzada. Corrió escaleras abajo, sin mirar atrás ni tomarse un segundo para procesar lo que había sucedido. No había tiempo para preguntas. Salió a la calle y, sintiéndose expuesta, tomó el primer taxi que encontró hacia su apartamento a recoger sus cosas.
Fabrizio despertó con una sensación de paz profunda, desconocida en años. Miró a su lado, buscando el rostro de la mujer que había encontrado tras cinco años de búsqueda. Pero la almohada estaba fría. Ella se había ido.
Se levantó de golpe, la sangre latiéndole en las sienes. El pánico de los últimos cinco años regresó, más agudo que nunca. Había tenido a la mujer que le salvó la vida en sus brazos, y la había dejado escapar otra vez.
Corrió por el apartamento, buscándola con una urgencia brutal. La ropa de ella, el vestido de la noche anterior, había desaparecido. Solo quedaba el aroma dulce de su perfume y la leve marca de su cuerpo en las sábanas.
La rabia y la frustración le quemaban. Fabrizio se vistió rápidamente con el traje que había arrojado anoche. Marcó el número de Vincenzo, su jefe de seguridad.
—Vincenzo, ascolta bene. Voglio che trovi la donna che è stata con me stanotte. (Vincenzo, escucha bien. Quiero que localices a la mujer que estuvo conmigo anoche.) Es extranjera, posiblemente argentina. Empezaremos por la discoteca en Navigli. Voglio tutte le telecamere di sicurezza della zona. (Quiero todas las cámaras de seguridad de la zona), especialmente las de la discoteca. Averigua con quién estaba. Subito! (¡De inmediato!)
En veinte minutos, Fabrizio ya estaba en su oficina privada, supervisando el despliegue de su equipo de seguridad desde su escritorio. No pasaron más de dos horas antes de que Vincenzo le enviara el informe visual.
Fabrizio vio la grabación en el monitor de su escritorio. Vio a Lucía, riendo con una chica y un varón. Vio el instante en que la chica, con una sonrisa cómplice, distrajo a Lucía mientras el varón dejaba caer algo en la bebida de la argentina. La traición era descarada, capturada en alta definición.
El rostro de Fabrizio se endureció hasta convertirse en una máscara de fría rabia. No era un simple intento de ligue fallido; era una trampa, una conspiración.
—Trovali! Voglio tutte le loro informazioni. Ora! (¡Encuéntralos! Quiero toda su información. ¡Ahora!) —ordenó a Vincenzo, con una voz baja y peligrosa que no admitía réplica.
La búsqueda continuó con intensidad. Sus nombres aparecieron pronto: Chiara Bellini y Claudio Vanni. Historial financiero, contactos, dirección. Y con ellos, el hilo final: la chica que buscaba se llamaba Lucía Solano y vivía en el mismo apartamento que Chiara.
El nombre de su supuesta amiga italiana fue la llave. Una de las fuentes de Fabrizio en el registro de alquileres de Milán confirmó la dirección: Via Solferino, Brera.
Fabrizio salió disparado de su silla. Condujo el Maserati con una velocidad imprudente a través del tráfico de Milán.