En el mismo instante en que el jet privado de Fabrizio, el Halcón, despegaba hacia Argentina, Vincenzo se encargaba de la primera fase del plan: la venganza discreta.
Chiara y Claudio estaban desayunando sin prisa. La desaparición de las pertenencias de Lucía y la intrusión del extraño en la casa acaparaban su atención, sembrando la primera semilla de la inquietud.
Claudio se sirvió más café, con una sonrisa de suficiencia forzada.
—Hasta ahora no sabemos nada de Lucía, y mira, ni sus cosas están. Ese tipo no habrá sido un ratero y se las habrá llevado, ¿no? Quedé impactado con su mirada gélida, que ni tiempo me dio de ver.
—¡Imbécil! —siseó Chiara, mientras el tono sensual de la mañana se desvanecía. —Se supone que eres un hombre, debiste enfrentarlo. No puede entrar nadie en casa ajena, ¡espero que no regrese! Ahora, las cosas de Lucía... déjame revisar...
Fue entonces cuando su teléfono comenzó a sonar, rompiendo la tensa calma.
Chiara, que trabajaba en una prestigiosa galería de arte, atendió la llamada. Su expresión se transformó rápidamente de molestia a horror.
—... ¿Una reestructuración? ¡No puede ser, he cerrado las ventas más grandes del trimestre! —Su voz se quebró, cayendo de la silla. En diez minutos, estaba llorando histéricamente. Una "reestructuración necesaria" en la galería había resultado en su despido fulminante. Su jefe fue glacial: —Y no te molestes en buscar referencias, Chiara.
Antes de que Claudio pudiera reaccionar al pánico de Chiara, su propio teléfono explotó en llamadas.
Claudio, un broker de medio pelo, atendió la primera. —Sí, ¿qué pasa con mi línea de crédito? ¡No, no pueden congelar mis fondos!—
Recibió una avalancha de llamadas de sus bancos. Sus líneas de crédito fueron congeladas de inmediato, sus cuentas puestas bajo una estricta auditoría, y una deuda antigua, mágicamente olvidada, resurgió con intereses astronómicos. De la noche a la mañana, sus activos se convirtieron en papel mojado.
Claudio, pálido y sudoroso, arrojó el teléfono. —Esto no es normal, Chiara. Alguien nos está atacando... ¿Ese tipo de antes? ¡Ese hombre! ¿Quién era, Chiara, quién era ese hombre que entró aquí?
Chiara se levantó del suelo, sus ojos inyectados en sangre, el terror finalmente perforando su arrogancia. —No lo sé.
Fabrizio, a miles de metros de altura sobre el Atlántico, revisaba los informes que confirmaban el caos.
—Vincenzo, ascolta. Devono soffrire. (Vincenzo, escucha. Deben sufrir.) Quiero que se aseguren de que nunca más puedan obtener empleo decente en Milán. Arruinen su reputación sin que nadie sepa que estuvimos involucrados. Che sentano il peso di aver toccato ciò che è mio. (Que sientan el peso de haber tocado lo que es mío).
Vincenzo sonrió al otro lado de la línea. Era un trabajo sucio, pero satisfactorio. El mensaje era claro: Nadie se mete con un Vitali.