Lucía se despertó antes de que sonara la alarma. Hoy no era un día de evasión, sino de misión. Se puso unos jeans, una sudadera abrigadora y, por primera vez en semanas, se sintió como ella misma, no como una ejecutiva fugitiva.
A las 6:00 AM en punto, llamó a la puerta de Fabrizio.
Él abrió casi de inmediato. Fabrizio, el implacable empresario, vestía unos pantalones chinos y un suéter de lana de cachemira, un atuendo informal que, sin embargo, no lograba ocultar la poderosa presencia de su cuerpo.
—Puntual, Lucía. Esperaba que te hubieras arrepentido a último minuto. ¿Cómo llegaremos? ¿Vamos en mi auto?
—Soy yo la que invita, señor Vitali. Y el chofer soy yo. Además, no se preocupe, estoy probando la eficiencia de mi nueva unidad de trabajo —respondió Lucía con una sonrisa traviesa que no le había mostrado en la oficina.
Fabrizio sonrió, y el gesto suavizó los ángulos duros de su rostro. —Bien. Espero que no le importe la unidad de prueba de al lado. Es un poco ruidosa por las mañanas.
—Ni lo noté —mintió Lucía con convicción. —Vamos. Hay que ir de compras.
Bajaron en el ascensor. El aire entre ellos ya no era de confrontación, sino de complicidad nerviosa. Subieron al pequeño coche de Lucía, que ella había adquirido recientemente de un depósito. El contraste con el Maserati de Fabrizio era cómico.
La primera parada fue una juguetería mayorista. Fabrizio, acostumbrado a comprar empresas enteras, se sintió visiblemente incómodo comprando juguetes.
—Lucía, no entiendo. ¿Por qué tantos juguetes y no una consola de videojuegos gigante? —preguntó, sosteniendo con torpeza un triciclo rosa.
—Porque la Hermana María prefiere regalos que fomenten la convivencia, no el aislamiento. Y porque la pequeña Juanita necesita un triciclo que la haga sentir libre, no un mando. Además, compramos con amor, no con saldo —explicó Lucía con paciencia, riendo al ver la expresión de desconcierto del italiano.
Durante la hora que pasaron allí, Lucía se dio cuenta de algo crucial: Fabrizio, despojado de su traje de poder, era extrañamente encantador y torpe con las cosas sencillas. Fabrizio, por su parte, se fascinó con la alegría genuina de Lucía al seleccionar regalos para los niños que no conocía.
Llegaron al Orfanato con el coche cargado de paquetes. La Madre Superiora saludó a Fabrizio con una amabilidad que lo desarmó.
—¡Qué alegría, Lucía! ¿Y quién es este caballero tan generoso?
—Madre, él es Fabrizio. Me está ayudando a llevar los regalos.
La Madre Superiora, con su sabiduría innata, lanzó a Fabrizio una mirada penetrante, la misma con la que lo había despedido semanas atrás. —Bienvenido. Este es un lugar de corazón abierto.
El resto del día fue una vorágine de actividades.
En el salón de juegos, Lucía y Fabrizio se sentaron en el suelo, rodeados de papel de regalo y cintas. El trabajo de equipo era obligatorio. En un momento, mientras ambos forcejeaban para cortar una cinta, sus manos se rozaron brevemente. La chispa, fugaz e innegable, hizo que ambos retiraran la mano rápidamente, con una sonrisa incómoda.
—Su técnica de envoltura es... muy agresiva, señor Vitali —bromeó Lucía, cubriendo su rubor.
—Mi especialidad son los contratos, no el papel de regalo, Lucía. Enséñeme —dijo él, inclinándose para ver su trabajo.
Rieron de su propia torpeza, y por primera vez, la formalidad se disolvió. Hablaron de sus infancias, la de ella, humilde pero llena de afecto en el orfanato; la de él, solitaria y estricta en un palacio de Milán. Descubrieron que, a pesar de sus mundos opuestos, ambos buscaban la calidez que la vida les había negado.
Después, Lucía hizo que Fabrizio subiera a una silla para colgar las guirnaldas, y él, el hombre que dirigía miles de millones, obedeció sus órdenes de decoración. Luego, bajaron a la cocina, donde Lucía ayudó a preparar las empanadas y el pionono.
—¿Sabe cocinar? —preguntó Lucía, viendo cómo Fabrizio revolvía una salsa de forma precisa.
—En Italia, si no sabes preparar un plato decente, la familia te deshereda —respondió él, con un tono juguetón. —Es una habilidad de supervivencia. Como usted dijo.
La tarde dio paso a la noche. Las luces del árbol de Navidad brillaban sobre el rostro de Lucía, que estaba radiante de felicidad. Los niños, ya limpios y con sus mejores ropas, correteaban emocionados.
Fabrizio la observó desde el umbral de la cocina. No era la Lucía ejecutiva, ni la víctima asustada. Era la mujer llena de vida que lo había salvado hace cinco años.
La cena de Nochebuena estaba lista. La Madre Superiora llamó a todos a la mesa. Lucía y Fabrizio se sentaron uno al lado del otro.
—Ha sido el día más agradable que he tenido en años, Lucía —susurró Fabrizio, con una sinceridad inusual.
—Me alegra que le haya gustado, señor Vitali. Es la magia de la Navidad.
La Madre Superiora se puso de pie para dar la bendición. Justo cuando estas concluyeron, Fabrizio se levantó.
—Disculpen —dijo, dirigiendo su mirada a Lucía. —Madre Superiora, Lucía. Necesito salir un momento, olvidé algo.
Fabrizio le lanzó una mirada y se dirigió a la salida, dejando a Lucía con el corazón acelerado y una curiosidad inmensa.