El revuelo de todo lo acontecido fue total. Los niños gritaban de emoción ante la avalancha de regalos y la promesa de la nueva sala de computadoras. Lucía estaba muda, observando la escena.
Fabrizio adoptó una voz profunda y teatral. —Mis pequeños amigos. El Rey Mago está aquí no solo para traer regalos, sino también para compartir la magia de la Navidad.
Un niño se acercó a su capa. —¡Cuéntanos un cuento! ¡Un cuento de un rey!
Fabrizio miró a Lucía, que estaba apoyada contra la pared, la luz del árbol brillando en sus ojos atónitos. Era el momento perfecto.
—Les contaré la historia no de un rey, sino de un joven y valiente guerrero —comenzó Fabrizio, sentándose en el suelo, atrayendo a todos los niños a su alrededor. Lucía se acercó, sintiendo que su corazón latía con expectación.
—Hace mucho tiempo, en una tierra muy lejana (que se parece mucho a esta), había un joven guerrero que se aventuró solo. Pero un día, unos bandidos celosos de su tesoro lo capturaron. Lo golpearon y lo encerraron en una celda oscura. El guerrero logró escapar, pero estaba herido y desorientado. Caminó sin rumbo por la ciudad, el mundo girando a su alrededor. Estaba a punto de caer en la oscuridad para siempre.
Fabrizio hizo una pausa dramática, mirando directamente a Lucía.
—Justo en ese momento, apareció una joven Princesa. Ella no llevaba corona ni armadura, solo una bicicleta que brillaba más que cualquier carroza real. La Princesa vio al guerrero herido y, sin pensarlo dos veces, sin preguntar quién era o qué tesoro tenía, decidió ayudarle. Lo subió a su coraza mágica de metal (su bicicleta) y lo llevó a un lugar seguro, donde pudieran curar sus heridas.
—Ella fue tan rápida y silenciosa, que cuando los malvados bandidos llegaron, solo encontraron el vacío. Después, el guerrero se fue con su propia escolta de caballeros, pero sin poder volver a ver el rostro de su salvadora, de su Princesa. Desde ese día, el guerrero jamás dejó de buscarla, porque sabía que su Princesa tenía el corazón más valiente y generoso del mundo.
Los niños aplaudieron. Lucía, en cambio, estaba pálida. El relato, contado con tanta precisión, la transportó a un recuerdo borroso de su adolescencia.
⏳ FLASHBACK: Cinco años antes
Era un día gris de otoño en Buenos Aires. Lucía, de 20 años, terminaba su clase de diseño en la escuela nocturna y pedaleaba por la calle, ansiosa por llegar al Orfanato antes del toque de queda.
Al doblar una esquina, casi choca con una figura que se tambaleaba. Era un hombre joven, elegante a pesar de que su ropa estaba desgarrada. Estaba pálido, y la sangre manchaba la mitad de su rostro. Lucía se detuvo de golpe. El joven la miró, sus ojos oscuros llenos de un pánico desesperado.
—Por favor... Ayúdame. Me escapé. Me tenían... secuestrado. —Las palabras apenas salieron de sus labios, la voz baja, con un acento que Lucía reconoció vagamente como extranjero.
El joven cayó de rodillas, al borde del desmayo. Lucía, pequeña pero fuerte, reaccionó por instinto. No pensó en el peligro, solo en la vida que se le escapaba.
—Sube. Rápido —ordenó. Con una fuerza juvenil, lo ayudó a subir al cuadro de su bicicleta. No podía llevarlo al orfanato; por sus heridas, era mejor llevarlo al hospital público más cercano.
Una vez allí, lo dejó en el consultorio de urgencias, apenas logrando decirles a las enfermeras lo que había pasado. Estaba a punto de que la retuvieran para interrogarla, cuando recordó que la Hermana María se preocuparía por su ausencia. Salió corriendo del hospital para avisarle a su tutora y volver luego.
Cuando Lucía regresó una hora después, el joven ya no estaba. Al preguntar por él, solo una oficial de policía se le acercó.
—Gracias, niña. Tuviste mucha suerte. Ese joven es una persona muy importante. Una escolta privada vino a buscarlo inmediatamente. Lo llevaron de vuelta a su hogar. Su gente no quiso líos. Lo buscaron por toda la ciudad. Te agradecen la ayuda. No te preocupes más.
Lucía se fue a casa, sintiendo que había cumplido su misión. Nunca vio bien el rostro del joven; solo recordaba la desesperación de sus ojos y la sangre que le cubría la frente. Había salvado a un extraño, y esperaba que se encontrara mejor.
Lucía salió de su flashback jadeando ligeramente. Se puso de pie, su mirada clavada en Fabrizio, quien terminaba de repartir los regalos sobrantes. No era casualidad. El Rey Mago, el joven guerrero, el empresario. Él era el hombre al que había salvado.
Su corazón se rompió por la emoción, no por la droga de Milán, sino por la verdad. Él no la había contratado solo por Milán; él la había buscado durante cinco años. El "todo" que le había agradecido en la cena cobraba un significado devastador.
Fabrizio se quitó la barba y la capa, revelando al hombre de negocios. Se acercó a Lucía, que aún no había pronunciado una palabra.
—Lucía. ¿Te encuentras bien? —preguntó él en voz baja al verla en shock.
—¿Eras tú? —logró susurrar ella, sin poder creerlo.
Fabrizio no lo negó. Sus ojos oscuros, llenos de una intensidad innegable, eran la única respuesta.
—Gracias, Princesa —murmuró, sellando el reencuentro de sus pasados.