Lucía necesitaba salir de allí. Se despidió de la Madre Superiora, quien le dio una mirada de profundo entendimiento. Fabrizio la siguió, despidiéndose con una promesa silenciosa de que las donaciones continuarían. En silencio subieron al coche de Lucía, que había quedado aparcado discretamente.
El reloj marcaba cerca de las diez de la noche. La ciudad estaba en calma por Nochebuena. El silencio en el coche de Lucía, sin embargo, era explosivo. Lucía conducía, las manos apretadas en el volante, su mente en un torbellino de incredulidad y rabia contenida.
Fabrizio rompió el silencio, su voz grave, despojada de formalidad. —Sé que tienes preguntas, Lucía.
Ella apretó el volante con más fuerza. —¿Preguntas? Solo tengo una. ¿Desde cuándo lo sabías?
—Desde el instante en que caíste en mis brazos en Milán. Te había buscado durante cinco años. Mi búsqueda de ti fue la razón por la que abrí mi sucursal en Buenos Aires. Tú me salvaste la vida, Lucía.
La magnitud de su obsesión la golpeó. —¿Y no pudiste simplemente decirme "gracias"? ¿Tenías que mentirme, contratarme y mudarte frente a mi puerta?
—No te mentí, Lucía. Te protegí. En Milán estabas drogada y eras vulnerable. Al día siguiente huiste, no pude hablar contigo ni agradecerte por salvarme. Cuando regresé a Europa, supe que habías vuelto a Argentina. Intenté encontrarte, pero volví a perder tu rastro. Luego, el destino te trajo a mi empresa. Ahí, y solo ahí, pude ofrecerte la protección y devolverte, de alguna forma, todo el favor que me hiciste.
—¿Protección? —La voz de Lucía se elevó, cargada de resentimiento—. ¿O vigilancia? ¿Qué harías si supieras que te odio por haber demolido mi única casa, el único lugar que era mío?
Fabrizio no dudó. —Lo sé.
Lucía lo miró, incrédula. —¿Lo sabías?
—Lo averigüé al rastrear la dirección que le diste al taxi. Vi el terreno. Lucía, por el amor de Dios, yo no te lo quitaría. Te juro que fue un error del equipo legal, una compra masiva de terrenos. No fue intencional.
Lucía volvió a mirar al frente. —No importa. Lo que importa es que ahora me pones a cargo de construir tu monumento sobre mis cenizas. Eso es cruel, señor Vitali.
—Dime Fabrizio. Por favor. —Su tono era una súplica.
—Bien, Fabrizio. ¿Qué esperas de mí ahora?
—Espero que seas sincera conmigo. Y espero que aceptes que la química entre nosotros no es solo un recuerdo de Milán —dijo Fabrizio, su voz bajando a un susurro.
Lucía sintió el calor subir por sus mejillas. El aire se hizo pesado con la electricidad de sus emociones.
—La “química” no es profesional. Y yo estoy aquí por el trabajo, Fabrizio —respondió ella, aferrándose al último vestigio de control.
—¿Y por la noche de Milán? ¿Qué sientes por eso?
Lucía cerró los ojos un instante. —Confusión. Me salvaste de que pudiera ocurrirme algo horrible. Fui yo quien te lo pidió. Pero no soy la misma persona que aquella niña que te salvó hace cinco años. No soy tu Princesa.
—Sí lo eres. Y yo ya no soy el guerrero herido. Soy el dueño de la empresa para la que trabajas. Soy tu vecino. Y ahora que te he encontrado debes saber que, no voy a dejarte ir.
El coche se detuvo frente a la Torre Le Parc. Lucía apagó el motor, el silencio regresó, solo roto por la respiración agitada de ambos.
Fabrizio, en lugar de abrir su puerta, se inclinó hacia ella. Su rostro estaba tan cerca que Lucía podía sentir el aliento cálido del vino.
—Te acompaño hasta el ascensor —dijo él, regresando a su rol de protector.
—No es necesario —replicó Lucía.
—Lo es —zanjó él, con la misma posesividad de siempre.
Ambos salieron del coche y subieron en silencio. En el pasillo, Fabrizio se detuvo en su puerta.
—Feliz Navidad, Lucía.
Él no la besó, pero el roce de su mano sobre la mejilla de ella fue una promesa. Abrió su puerta, esperando que ella hiciera lo mismo.
Lucía entró en su apartamento y cerró la puerta. Al levantar la vista, miró directamente a la que estaba enfrente. Fabrizio estaba ahí, parado en su umbral, su silueta recortada por la luz interior, mirándola con calma y una silenciosa posesividad.
Lucía se dirigió a su balcón, donde podía ver la ciudad. Necesitaba procesar todo, aclarar sus ideas mientras esperaba la medianoche; desde pequeña le gustaba observar los fuegos artificiales.
Fabrizio, por su parte, recibió una llamada de su familia desde Italia, quienes le reprocharon no pasar las fiestas en casa con ellos, así que lo retuvieron en videollamada hasta casi la medianoche.
A las doce en punto, se asomó a su balcón para ver los fuegos artificiales y cómo la ciudad celebraba esta fecha. Al voltear hacia el balcón de Lucía, la vio sentada, observando embelesada los mismos. Decidió entrar; no quería perturbarla.
Los siguientes días serían complejos para ambos.