El beso bajo los fuegos artificiales había reescrito las reglas. Lucía, aunque aún no entendía el significado de la llave que le había entregado Fabrizio, sentía una felicidad silenciosa y arrolladora. El control había desaparecido, reemplazado por una rendición mutua a la química.
A la mañana siguiente de la cita, Lucía se despertó y miró por la ventana, dispuesta a retomar su rutina a hurtadillas. Sin embargo, su teléfono sonó. Era un mensaje de texto.
Fabrizio: Buenos días. Massimo estará frente a tu puerta en diez minutos. No tienes que preocuparte por el tráfico. Es la ventaja de la co-dirección. Y no olvides que somos vecinos.
Lucía sonrió y guardó las llaves de su auto.
Así comenzó el nuevo ritual. Massimo, el chófer de Fabrizio, la recogía y la esperaba, pero ella nunca viajaba sola. Fabrizio siempre bajaba de su apartamento, la saludaba con un gesto formal pero cargado de afecto, y subían al Maserati negro.
Los viajes al trabajo, que antes eran tensos o inexistentes, se convirtieron en un momento de intimidad. Hablaban de todo: desde la política italiana hasta las películas argentinas, pasando por las anécdotas de su infancia.
—¿De verdad solías desarmar electrodomésticos para ver cómo funcionaban? —preguntó Lucía, riendo, mientras Fabrizio le contaba una anécdota.
—Necesitaba saber cómo se construía el mundo. —Fabrizio la miró, con una sonrisa cómplice. —¿Y tú, Princesa, cómo terminaste siendo la encargada de dibujar los interiores del orfanato?
—Necesitaba saber cómo se hacía un hogar, Fabrizio. —Ella le devolvió la sonrisa.
Massimo, el chófer, acostumbrado al silencio sepulcral de los viajes de su jefe, ahora escuchaba las risas de ambos, prueba irrefutable de que algo había cambiado en el rígido mundo de Fabrizio Vitali.
La formalidad también se relajó a la hora del almuerzo. Fabrizio insistió en que almorzaran juntos, no en la sala de juntas, sino en su despacho o en un restaurante tranquilo. Esto, aunque público, era esencialmente su tiempo a solas.
Durante los almuerzos, Fabrizio le enseñaba sobre el lado oscuro de los negocios: cómo leer un balance para encontrar la mentira, cómo negociar un contrato de miles de millones sin inmutarse, y la importancia de la paciencia estratégica.
Un día, Lucía estaba frustrada porque un proveedor clave intentaba inflar los precios del vidrio.
—Me están tratando como una novata, Fabrizio.
Fabrizio la miró, no con lástima, sino con enseñanza. —Bien. Mañana, tú y yo vamos a almorzar con ese proveedor. No digas una palabra. Solo mírame y aprende.
Al día siguiente, Fabrizio desmanteló la estrategia del proveedor con una precisión quirúrgica, defendiendo el presupuesto de Lucía como si fuera su propia fortuna. Al terminar, el proveedor estaba pálido y Lucía, admirada.
—¿Ves, Lucía? —dijo él en el coche, mientras regresaban a la oficina. —No se trata de gritar. Se trata de tener más información que ellos. Te doy poder, Lucía. Úsalo.
Ella no solo estaba enamorándose del hombre, sino del mentor que la hacía más fuerte.
El final del día se convirtió en su momento más íntimo. Fabrizio terminaba su trabajo en el minuto exacto en que Lucía salía de su oficina. Él la esperaba, el abrigo en mano.
El viaje de regreso era más tranquilo, cargado de la energía residual de un día de trabajo. Una noche, Lucía se durmió accidentalmente en el asiento. Fabrizio le acarició el cabello suavemente, y Lucía despertó al sentir el roce.
—Perdón, me quedé dormida.
—No te disculpes. Ha sido un día largo, Princesa. Descansa.
Al llegar a la Torre Le Parc, él insistía en acompañarla hasta la puerta de su apartamento. Se paraban frente a la puerta del ascensor, el pasillo silencioso actuando como su mundo privado.
Allí se despedían con un beso. Algunos días era tierno y suave, una promesa cumplida. Otros, cargado de la pasión contenida de su relación, un fuego que los consumía brevemente antes de separarse.
—Buenas noches, Lucía. Duerme bien.
Él le tomaba el rostro entre sus manos grandes y firmes, y siempre, le daba un suave beso en la frente. Era un gesto tierno y protector, la promesa silenciosa de que la amaba.
—Buenas noches, Fabrizio —respondía ella, sintiendo la seguridad del contacto.
Fabrizio la esperaba a que ella entrara en su apartamento. Ella abría, entraba y, antes de cerrar la puerta, lo miraba por última vez. Él le sonreía, su propia puerta a solo unos metros de distancia.
Lucía cerraba la puerta, se apoyaba en la madera, sintiendo el calor de su beso y la emoción de saber que su "jaula" se había convertido en su refugio más seguro.