Lucía salió de la oficina exhausta y tensa. Después de la crisis del ransomware, esperaba que Fabrizio la hubiese llamado, o al menos enviado un mensaje. Sin embargo, no hubo señal. Su desaparición abrupta para atender a la "complicación personal" la había dejado con un sabor amargo, más frío que el aire acondicionado de la oficina.
No había ido con el chófer. Con una mezcla de orgullo herido y resentimiento creciente, había tomado un taxi. El viaje fue silencioso, dándole demasiado tiempo para pensar en la mujer que había desestabilizado a Fabrizio.
Al llegar a la Torre Le Parc, subió al ascensor. El corazón le latía con un presentimiento, como si la torre misma estuviera alertando de un peligro.
El ascensor se detuvo. Lucía salió, y al poner un pie en el pasillo, el mundo se congeló.
La puerta del apartamento de Fabrizio, estaba abierta de par en par. Y justo en el umbral, despidiéndose, había una mujer.
La mujer era, sin rodeos, una diosa italiana. Alta y esbelta, con una cabellera rubia néctar, que caía en cascada sobre sus hombros con un brillo lujoso. Llevaba un vestido de diseñador color champán que parecía haber sido pintado sobre su figura escultural y unas sandalias de tiras finas con tacones que la elevaban aún más. Su aura era de indiscutible riqueza, poder y antigüedad.
Fabrizio estaba en el marco de la puerta, con su ropa de calle, el rostro aún tenso por la crisis de la empresa, pero con una familiaridad que le revolvió el estómago a Lucía.
La mujer hablaba en un italiano rápido, con gestos elegantes que Lucía no podía seguir completamente, pero el tono era íntimo y exigente.
La mujer giró lentamente, y sus ojos oscuros, idénticos en forma y color a los de Fabrizio, se posaron en Lucía, la recién llegada. La miró de arriba abajo con una velocidad que la hizo sentir instantáneamente como si estuviera vestida con harapos frente a un óleo maestro.
—Ciao, Fabrizio. Oh, aspetta. Chi è questa? —preguntó la mujer, su voz grave y meliflua, y la pregunta, "¿Quién es esta?", resonó como un insulto en el pasillo.
Fabrizio, al ver a Lucía, sintió una punzada de pánico. Él no esperaba que ella llegara tan pronto.
—Lucía, ya llegaste.
La mujer, sin esperar la presentación, se giró hacia Fabrizio y, con una familiaridad pasmosa, le dio un beso rápido y afectuoso en la mejilla, desde la posición de Lucia, pareció rozarle los labios. Luego, le tomó el brazo con un gesto posesivo y autoritario.
—Dovresti richiamarmi subito, caro. Sai che non scherzo. —Le exigió, en un tono dominante y coqueto que Lucía tradujo mentalmente: "Debes llamarme enseguida, querido. Sabes que no bromeo."
Fabrizio, visiblemente incómodo bajo la mirada penetrante de Lucía, intentó recuperar el control.
—Lucía, ella es...
—Dopo, Fabrizio. —La mujer lo interrumpió con un movimiento de mano imperioso—. Sono a pezzi. Ciao.
La mujer pasó junto a Lucía sin dirigirle una sola palabra. Sus ojos la ignoraron por completo, como si Lucía fuera un mueble de pasillo. Dejó una estela de perfume costoso que olía a Italia y a exclusividad. Ella era el centro del mundo, y el mundo de Fabrizio giraba a su alrededor.
Lucía, humillada y llena de una furia helada, se quedó parada.
Fabrizio dio un paso hacia ella, con una expresión que se debatía entre la disculpa y la exasperación.
—Lucía, sé lo que estás pensando pero no es lo que parece. Ella es...
—No me importa lo que parezca, Fabrizio —dijo Lucía, su voz baja y cargada de veneno, usando su nombre como una acusación—. Parece que has estado muy ocupado resolviendo tus complicaciones personales italianas. Hasta mañana.
Lucía se dio la vuelta, caminó hacia su puerta con pasos firmes, y giró la llave sin mirarlo de nuevo.
Cerró la puerta de golpe, apoyándose en la madera, pero antes de que la hoja de metal y madera hiciera contacto con el marco, un pie firme se interpuso en el umbral.
El impacto de la "Diosa Italiana", su beso posesivo y su aire de dueña la golpeó con una fuerza devastadora. El miedo al abandono y a la traición resurgía, mientras que Fabrizio no permitía que cerrara la puerta.