Lucía empujó la puerta de su apartamento, sintiendo la furia congelada en su pecho. Quería sellar el mundo exterior, el caos de la empresa, la traición aparente de Fabrizio y la humillación de la "Diosa Italiana".
Pero justo cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, un pie firme, enfundado en un zapato de cuero italiano, se interpuso en el umbral.
Lucía empujó con más fuerza, su respiración agitada, pero la puerta no cedió.
—¡Quítate de mi camino, Fabrizio! —siseó ella, el uso de su nombre completo era una advertencia definitiva.
—No me voy a ir, Lucía. Tenemos que hablar.
Fabrizio empujó la puerta con autoridad e irrumpió en la sala. Lucía retrocedió, el rostro ardía por la confrontación.
—¡Sal de mi apartamento! —exigió Lucía, señalando la puerta con el dedo temblando—. No tienes derecho a entrar. ¡No después de lo que acabo de ver!
—Sí tengo derecho. El derecho que me da saber que estás a punto de arruinar todo lo que hemos construido por una estúpida confusión.
—¿Una confusión? —Lucía rio con una amargura que le rasgó la garganta, las lágrimas asomando a sus ojos—. ¡Claro! Es una confusión para ti. Para mí, la imagen es clara. Tu complicación personal italiana viene aquí, te besa, te llama "querido" y me mira como si fuera un mosquito, ¿y es una confusión? ¡No soy tu proyecto de caridad, Fabrizio! ¡No me rescates para después regresarme a tu estantería cuando tu verdadera vida te reclama!
Las lágrimas cayeron por su rostro. La frustración y el dolor eran visibles.
Fabrizio, con el corazón roto por sus palabras, se acercó a ella. Su voz era suave, pero firme, anclada en la verdad.
—Lucía, por Dios. Escúchame. Tienes razón en pensar lo peor. Te entiendo, pero esa mujer es Isabella, mi hermana menor.
Lucía se detuvo en seco, las palabras flotando en el aire. —¿Tu... hermana?
—Sí, mi hermana. Es una pesadilla viviente, dramática y melodramática. La enviaron de Milán por la filtración. Me llamó "querido" porque es un término italiano, y se colgó de mí porque me odia por haberla echado de mi apartamento. Lo hizo a propósito, Lucía. Para hacerte sentir exactamente lo que estás sintiendo ahora.
Lucía se secó las lágrimas, asimilando la información. La familiaridad era de familia, no de amantes. La intensidad de Isabella era genética, no romántica.
—¿Y por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me dejaste sola en la oficina, sabiendo que vendrías a verla?
—Porque es un huracán que no respeta límites. Quería protegerte de su drama. Quería explicártelo a solas. Sé lo frágil que es la confianza que hemos construido, Lucía. Y me aterra perderte por un malentendido.
Fabrizio tomó su rostro entre sus manos, la miró con una sinceridad que la atravesó.
—No hay otra mujer, Lucía. Nunca la ha habido y nunca la habrá.
Lucía respiró profundamente. Su furia se disipó, dejando solo la vergüenza y el amor abrumador que sentía por él. Ella asintió, aceptando la verdad de sus palabras.
—Te creo. Pero no puedo más con este limbo, Fabrizio. No puedo ser tu empleada, tu proyecto, tu vecina y tu amante secreta. No después de lo que vi hoy.
—Lo sé.
Fabrizio, con una formalidad inusual para el momento, se arrodilló sobre una rodilla en la alfombra de la sala de Lucía. No sacó un anillo, sino que extendió su mano, abierta y sincera.
—Lucía, he sido tu jefe, tu salvador, tu mentor. Fui el guerrero herido y el hombre que intentó atraparte en una jaula dorada. Pero lo único que quiero ser ahora es tu novio. El hombre que te amará y protegerá, tu amigo fiel y sincero en quien puedas confiar, reír y llorar si lo necesitas, sin temor a que te lastimará.
Lucía lo miró, el corazón latiéndole a mil.
—Quiero que hagamos esto oficial, formal. Quiero un contrato real, un acuerdo de exclusividad que no se pueda filtrar ni hackear. Sé mi novia, Lucía.
Él extendió la otra mano y señaló el pasillo. —Te propongo que, a partir de este instante, mi apartamento sea tu refugio, y mi vida sea tu hogar. Te amo, Lucía. Desde el día que me salvaste.
Las lágrimas de Lucía eran ahora de felicidad. Se inclinó y tomó sus manos, atrayéndolo hacia ella.
—Sí, Fabrizio. Acepto.
Fabrizio se levantó y la abrazó con una fuerza abrumadora. El beso que siguió no fue solo de pasión; fue un juramento, un acuerdo sellado en la intimidad de su apartamento.