El mes que siguió al juramento de oro trenzado fue el más feliz que Lucía había conocido. Su relación con Fabrizio se había transformado en un refugio de cristal, un oasis de paz y complicidad que contrastaba con el estruendo del mundo ejecutivo y la oscuridad de su pasado.
Lucía ya no regresaba a su apartamento; el de Fabrizio se convirtió en su verdadero hogar. Dormían juntos envueltos en la quietud de los abrazos, las caricias y los besos matutinos, respetando una intimidad que, por ahora, se construía sobre cimientos puramente emocionales. Despertaban al amanecer con el nuevo ritual: el café de Lucía y el desayuno italiano preparado por él. Las mañanas estaban repletas de risas y de planes, la rigidez había desaparecido por completo, reemplazada por una reconfortante calidez doméstica.
Su noviazgo se integró perfectamente en la dinámica de Vitali Enterprises. Aunque mantenían una distancia profesional necesaria, los encuentros en sus despachos contiguos eran frecuentes. Las revisiones de planos a última hora se convertían en abrazos furtivos y miradas cargadas de significado. El equipo lo notó, y la admiración por Lucía solo creció: no solo era la Directora de Diseño más capaz, sino que también era la única que había logrado que el temido Fabrizio Vitali sonriera con tanta facilidad.
Las noches eran un espacio de conexión. Compartían anécdotas de su pasado, sueños para el futuro y la certeza de que su amor era, a pesar de todo, inquebrantable.
El Proyecto Palermo, renombrado oficialmente como Torre Fénix, avanzaba a pasos agigantados. La libertad creativa que Fabrizio había otorgado a Lucía resultó en una eficiencia implacable. Los cimientos estaban terminados, y la estructura de acero se alzaba orgullosa sobre el solar. Lucía, al ver la silueta metálica subir, ya no sentía dolor por su antigua casa, sino orgullo por la fuerza y la resiliencia que había encontrado en sí misma.
Fabrizio observaba el trabajo de Lucía con un respeto renovado. Había pasado de ser su jefe a ser su admirador, interviniendo solo para alabar su visión y asegurar que tuviera todos los recursos disponibles.
Isabella, por su parte, se quedó una semana más, pero en lugar de auditar a Lucía, la adoptó. Los almuerzos entre ellas se convirtieron en clases de etiqueta combinadas con sinceras sesiones de desahogo femenino. Isabella comprendió el valor de Lucía: no era una cazafortunas; era una guerrera que construía su vida con sus propias manos.
—Lucía, no tienes que ser perfecta para nuestros padres —dijo Isabella la noche antes de tomar su vuelo a Milán—. Nuestro padre, en realidad, solo quiere que Fabrizio sea feliz. Él no es estricto, es solo muy protector. Necesita ver que tú lo estás humanizando.
—¿Y qué les dirás? —preguntó Lucía, con una preocupación palpable.
Isabella sonrió, su afecto por Lucía ya era genuino. —Voy a decirles que el ragazzo al fin encontró a la única mujer que puede domar a un Vitali, que eres la razón por la que ha sonreído más en este mes que en los últimos diez años. Y que eres una excelente reparadora de Birkins. No te preocupes, mi aliada. Cuando llegues a Milán, la mesa estará puesta.
Con el adiós de Isabella, la etapa argentina de su noviazgo llegaba a su fin. Lucía y Fabrizio se quedaron con la promesa de la presentación familiar y un proyecto que estaba a punto de inaugurar su ascenso al cielo porteño.