Bajo el fuego

Capítulo 36: Bendición

Un mes después de su juramento, Lucía y Fabrizio abordaron un avión privado rumbo a Milán. Lucía llevaba consigo el anillo de oro trenzado y una calma que ni siquiera la perspectiva de conocer a los padres de Fabrizio podía perturbar. A su lado, Fabrizio, radiante, era la viva imagen de un hombre que había encontrado la paz en el caos.

Aterrizaron en el norte de Italia. El chófer los condujo directamente a la Residencia Vitali, una imponente mansión neoclásica a las afueras de Milán, rodeada de jardines inmaculados.

Lucía, criada entre monjas y la austeridad de un pequeño hogar, se sintió abrumada, pero se aferró a las palabras de Isabella: no eres una cazafortunas; eres una constructora.

En el gran salón, esperando en pie junto a la chimenea, estaban Marcello y Elena Vitali. Marcello, el patriarca, era un hombre de presencia imponente, una versión mayor y más formal de Fabrizio. Elena, su madre, era una mujer elegante, cálida, con una mirada profunda y evaluadora.

Fabrizio abrazó a sus padres. Luego, tomó la mano ligeramente temblorosa de Lucía y la condujo hacia ellos.

—Padre, Madre. Ella es Lucía. Mi novia.

Lucía se preparó para el escrutinio, pero la reacción fue de una calidez que la desarmó. Elena Vitali se acercó y, con un gesto maternal, la abrazó. —Bienvenida a la familia, querida Lucía. Mi hija nos ha hablado mucho de ti.

Marcello la miró con una intensidad penetrante. Lucía sostuvo la mirada, sin titubear.

—Sé fuerte —dijo Marcello, su voz grave, más una declaración que una advertencia—. Mi hijo necesita una mujer que no solo lo ame, sino que no se rompa ante la adversidad.

—Padre —intervino Fabrizio, protector.

—No, Fabrizio. Es la verdad. Lucía —continuó Marcello, acercándose—. Isabella me contó que fuiste tú quien lo protegió en ese hospital. Salvaste a Fabrizio dos veces: de sus enemigos y de sí mismo. Te estamos profundamente agradecidos. Vemos la diferencia; mi hijo vuelve a sonreír.

El abrazo de Marcello fue un gesto de aceptación total. Lucía sintió que el juramento se extendía ahora a toda la familia. Isabella, que había aparecido discretamente, le sonrió triunfante desde la esquina: la estrategia de la "fuerza silenciosa" había funcionado a la perfección.

Esa noche, durante la cena en el comedor principal, Marcello Vitali se puso de pie, golpeando suavemente la copa.

—Quiero hacer un brindis y un anuncio formal —dijo Marcello, mirando a su familia—. Después de cuarenta años al frente, he decidido dar un paso al costado en las operaciones diarias.

El corazón de Lucía se aceleró. Fabrizio la miró, anticipando el momento que habían hablado en privado.

—Fabrizio —continuó Marcello, mirando a su hijo con orgullo—. Te has ganado tu lugar. Has demostrado que puedes lanzar proyectos audaces y contener las crisis que se presenten. Te delego oficialmente la Dirección Ejecutiva (CEO) de Vitali Enterprises en Argentina y todos los nuevos proyectos que se abran en América Latina. Es tu imperio ahora, hijo. Demuéstrale al mundo de lo que eres capaz, de la mano de Lucía.

Fabrizio se puso de pie, su expresión solemne. —Gracias, Padre. Honraré tu confianza.

Luego, Marcello se dirigió a su hija, Isabella, con una sonrisa afectuosa.

—Y en cuanto a Europa... Isabella —dijo, pausando para el efecto—. He visto cómo has manejado la auditoría. Tu madre y yo hemos decidido que la dirección de las operaciones en Europa quedará bajo tu responsabilidad.

Isabella se quedó boquiabierta. No podía creerlo; era el reconocimiento que siempre había anhelado, pues siempre había dado por hecho que su hermano tomaría las riendas. Ahora se lo daban a ella, ella estaría al frente de todas las operaciones establecidas en Europa, incluida la central de Milán. Fabrizio le sonrió con afecto, como si le dijera: "Te lo mereces."

La mesa estalló en aplausos. Lucía miró a Fabrizio: él le había dado el control sobre la vida que ella construía, y ahora, su familia le entregaba a él el control del imperio que había levantado en Argentina. En cuanto a Isabella, su compañera de diálogos sobre la posición de las mujeres en la familia y la necesidad de libertad, ella también había adquirido la suya propia, heredando la dirección de la empresa en Europa. Lucía se sentía embriagada por una felicidad inmensa y legítima.




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