Bajo el fuego

Capítulo 37: Juramento Sellado

La cena de la presentación familiar se había disuelto en un ambiente de alegría y brindis tardíos. Fabrizio y Lucía se despidieron de los padres y de Isabella, que ya planeaba su nueva estrategia para la dirección europea. Fabrizio, desbordado de orgullo y amor, tomó la mano de Lucía.

—Basta de formalidades. Esta noche, celebramos la creación de nuestro imperio —declaró.

Fabrizio insistió en que salieran de inmediato. Se pusieron abrigos elegantes y salieron a caminar por las calles empedradas de Milán.

Fabrizio la llevó al Castello Sforzesco, el antiguo castillo ducal. El lugar, ahora un museo, estaba en silencio, solo iluminado por farolas suaves que destacaban la majestuosidad de la arquitectura.

—Este es el corazón de Milán. Aquí es donde los antiguos Signori gobernaban —susurró Fabrizio, deteniéndose bajo un arco de piedra.

Se detuvo, la atrajo hacia él y la besó bajo la sombra del castillo. No era un beso de despedida, sino de propiedad y de futuro.

Luego, la llevó a una pequeña heladería artesanal que aún estaba abierta, famosa por sus sabores exóticos. Fabrizio le pidió un helado de pistacho y amarena, y ambos rieron como adolescentes mientras caminaban y saboreaban el dulce frío en la noche italiana.

—¿Ves? Los Vitali también saben ser simples —bromeó él, limpiando un poco de helado de la barbilla de Lucía con el pulgar.

Después, no regresaron a la mansión de los Vitali, sino al ático privado de Fabrizio en el corazón de Milán, un apartamento minimalista y elegante, con vistas al Duomo iluminado. Era su verdadero refugio en Italia, donde se sentía más libre.

La noche era fría, pero la calefacción en el ático era perfecta. Fabrizio descorchó una botella de un raro Barolo DOCG, un vino tinto robusto de la región, y la sirvió en copas de cristal de Murano.

—Por el nuevo imperio en América Latina —brindó Fabrizio, chocando su copa con la de ella.

—Y por el hombre que lo hará funcionar —respondió Lucía, radiante.

—Juntos lo haremos —cerró él.

El ambiente estaba cargado de la ternura de la noche y la certeza de su compromiso.

Fabrizio la tomó en brazos en el umbral y la llevó al dormitorio, que ofrecía una vista directa de las agujas del Duomo.

—Sé mía, como aquella noche en esta misma ciudad, solo que ahora sin drogas —susurró él, antes de besarla.

Ella asintió, con un leve pero decidido consentimiento en sus ojos.

Fabrizio la tomó del rostro, delineando sus labios con el pulgar antes de profundizar el beso. Lucía gimió, un sonido bajo y ronco de pura entrega, que lo impulsó a intensificar el contacto. La besó con una pasión que era a la vez hambrienta y tierna, transfiriendo todos los meses de tensión acumulada.

Con una lentitud deliberada, pero enfocada en la acción, Fabrizio desabrochó el vestido de Lucía. Ella hizo lo mismo con su camisa, sintiendo la tela deslizarse y caer al suelo. Sus cuerpos quedaron al descubierto bajo la suave luz del Duomo. Fabrizio la observó por un instante, con una admiración que detuvo el aliento, antes de cargarla y guiarla hacia la cama.

Su boca nunca abandonó la de ella. Las manos de Fabrizio se convirtieron en el mapa de su piel, rastreando cada curva con la certeza de quien regresa a casa. Él se demoró en sus labios, en su cuello, en los lugares que sabían a promesa. Lucía se aferró a él, encontrando en la fuerza de sus músculos la seguridad que su pasado le había robado. El contacto no era un acto de posesión, sino de afirmación mutua.

Lucía respondió con una pasión desbordante. Fabrizio se movió con ella, marcando su cuerpo con besos mientras susurraba en italiano: Amore mio, Sei bellissima. Él la llevó al éxtasis con caricias precisas, confirmándole que ella era su único foco, su prioridad, su reina. Lucía sintió que, al amar a Fabrizio, había conquistado su propio pasado, liberando la última sombra de duda. La entrega fue total, un juramento sellado en la oscuridad.

Al final, exhaustos, se quedaron abrazados, sus cuerpos unidos, sintiendo el latido del otro hasta que el sueño los venció.

Lucía despertó con la luz dorada del amanecer colándose por las cortinas, pintando las agujas del Duomo. Estaba acurrucada contra Fabrizio; su fuerte brazo la sujetaba firmemente. El olor a sándalo, vino y a ellos mismos llenaba el ambiente. Por primera vez, en el mismo lugar donde todo había sido confusión, solo había paz y certeza.

Fabrizio sintió su movimiento. Sus ojos se abrieron y el primer gesto no fue hablar, sino delinear la mandíbula de Lucía con su pulgar, su mirada llena de una posesión dulce y definitiva.

—Buongiorno, mia Regina —susurró, su voz grave—.

Lucía sonrió. Se estiró, tomó su rostro en sus manos y lo besó. El beso, lento y prometedor, fue su única respuesta. Se sentía completa, invencible.




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