Bajo el fuego

Capítulo 40: Inicio del Martirio - Isabella

Mientras Lucía y Sofía compartían confidencias y esperanzas en la mesa, Isabella Vitali andaba distraída; la presión por su inminente toma de mando en Milán la tenía inestable. Necesitaba esa noche para despejar la mente.

Justo cuando había logrado distraerse y brindaban con champaña, una llamada de Milán la obligó a levantarse. Era el abogado de su padre, urgiendo la coordinación de los contratos previos a la transición. La presión regresó, desencajándola de nuevo. Mientras hablaba en italiano, gesticulando con pasión, buscó un rincón más tranquilo.

Al girar la esquina del pasillo, el mundo de Isabella colisionó contra algo inamovible. El impacto fue tan seco que perdió el equilibrio, sintiendo el golpe de lleno contra su pecho.

El caos se desató en un instante: un vaso de ginebra que el hombre sostenía se volcó, salpicando el precioso vestido de Isabella con un rocío frío y pegajoso. Además, en el roce, el brazalete de Fénix, que le había regalado Lucía cuando se enteraron de su designio como jefa de Vitali Enterprises, se enganchó en el puño de la camisa almidonada del hombre. El oro trenzado cedió y se rompió al separarse, quedando oculto y atrapado en el puño de la tela. Ninguno de los dos lo notó.

Isabella cortó la llamada, su furia instantánea. Levantó la cabeza para enfrentarse al agresor y se encontró con el hombre más ofensivamente serio que había visto.

¡Ma che diavolo! ¡Acaso no tiene ojos! —La voz de Isabella subió un octavo mientras señalaba la mancha de su vestido —. ¡Y arruinó mi vestido!

El hombre se ajustó el puño de la camisa con un movimiento mecánico, lento. Su mirada se detuvo un instante en la mancha, y luego en su rostro, sin registrar el nivel de su enojo. Su voz, con su acento extranjero conciso y autoritario, era totalmente plana.

—Fue usted quien se movió de forma imprudente, Signorina.

La réplica, tan vacía de culpa o emoción, hizo que la sangre de Isabella hirviera.

—¿Perdón? ¡Usted me chocó a mí!

Él, sin inmutarse, sacó su billetera de cuero y extendió una tarjeta de negocios con el logo de su firma, ofreciéndola como si despachara un trámite. Su gesto era de prisa profesional y desinterés total.

—Tome esto. Mi tiempo es más valioso que su vestido. Envíe la factura a mi firma.

Isabella sintió que la humillación era más grande que la rabia. Él no la veía; simplemente la tasaba.

—¡Quédate tu dinero! ¡Pagaré yo mi vestido! ¡Espero que jamás vuelva a verte en mi vida, imbécil!

El hombre se encogió de hombros, un movimiento mínimo que la irritó aún más. Su mirada se deslizó sobre ella, sin detenerse, y se dio la vuelta.

—Como desee.

Se retiró con esa eficiencia insultante, desapareciendo hacia el ascensor. En su puño, inconscientemente, el brazalete de fénix roto se había quedado como único testigo.

Isabella se quedó parada, respirando profundamente. Temblaba de una rabia eléctrica que, sin saberlo, era el inicio de su nueva tortura. Después de unos segundos, se recompuso y volvió a su mesa a continuar con el resto de la velada. Lucía y Sofía, intrigadas por el cambio brusco en su actuar, le preguntaron qué había ocurrido..

—¡No lo van a creer! ¡Es el hombre más ofensivamente frío que he conocido! —masculló Isabella, sin notar la falta de peso en su muñeca—. ¡Un completo desprecio por la vida!

Lucía intentó calmarla. Lo que no sabían era que ese encuentro había sido más que un simple accidente. El hombre era Elias Zimmermann, uno de los socios más importantes de Suiza, y su presencia en Buenos Aires estaba directamente ligada a la inauguración de la Torre Fénix.

Y en su puño, de forma inconsciente, se llevaba el sello de la amistad y el destino de Isabella.




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