Bajo el fuego

Capítulo 41: El Matrimonio Fénix

El día de la inauguración de la Torre Fénix amaneció con un cielo de un azul cobalto, despejado y brillante, como si la atmósfera misma de Buenos Aires reconociera que algo monumental estaba por suceder. El edificio no era solo una estructura de acero y vidrio; se erguía sobre Palermo como un faro, un testimonio físico del renacimiento de Lucía Solano y la redención de Fabrizio Vitali.

En la suite presidencial, Lucía observaba su reflejo. El vestido de seda marfil, con sus detalles en hilo de oro que imitaban las vigas de la torre, la hacía lucir como una deidad de la arquitectura moderna. No había nervios, solo una paz profunda. Al ponerse los pendientes de diamantes, recordó la casita demolida; hoy, sobre esa misma tierra, ella era la dueña de un imperio.

Los invitados —la élite de las finanzas mundiales, diplomáticos y las conmovidas monjas del convento que criaron a Lucía— fueron transportados en ascensores de alta velocidad hacia el helipuerto. Allí, el viento de la tarde soplaba con suavidad, y el altar de cristal parecía flotar sobre el abismo de la ciudad.

Fabrizio esperaba al frente. Vestido con un esmoquin negro de corte impecable, su presencia emanaba un poder absoluto, pero sus ojos delataban una vulnerabilidad que solo Lucía conocía. Cuando las puertas del ascensor privado se abrieron y ella emergió, el tiempo se detuvo. El murmullo de la multitud se apagó, reemplazado por el sonido del viento y el latido acelerado de dos corazones que habían cruzado océanos para encontrarse.

La ceremonia fue un equilibrio perfecto entre lo corporativo y lo sagrado.

—Tú eres mi refugio, Lucía. Este edificio es fuerte, pero tu voluntad lo es más. El contrato de nuestras vidas no tiene fecha de vencimiento; es eterno —prometió Fabrizio, su voz resonando con una autoridad cargada de emoción.

Lucía le tomó las manos, sintiendo el calor de su piel. —Tú eres mi cimiento, Fabrizio. En este lugar donde intentaron borrar mi pasado, tú construiste mi futuro. Juntos, somos una fuerza que ninguna tormenta podrá derribar.

Al intercambiar los anillos bajo la luz dorada del atardecer, el sol pareció encender las aristas de la Torre Fénix. El beso que selló la unión fue recibido con un aplauso ensordecedor que se sintió en toda la avenida. El matrimonio estaba consumado: la arquitecta y el magnate eran ahora uno solo.

La fiesta se trasladó al Gran Salón de Gala, un espacio de techos infinitos y paredes de cristal. Los brindis por "Lucía Vitali, la Reina de Fénix" se sucedían uno tras otro. Sin embargo, mientras los novios bailaban su primer vals rodeados de pétalos blancos, una subtrama de hielo comenzaba a tejerse en las sombras del salón.

Sentada en la mesa principal, Isabella Vitali era un volcán a punto de entrar en erupción. A su lado, la figura imponente de Elias Zimmermann se sentaba como una estatua de granito. Para los invitados, eran la imagen de la eficiencia europea; para Isabella, era su condena.

—Su actitud en el intercambio de anillos fue aceptable —susurró Elias al oído de Isabella, sin apartar la vista de los novios—. Pero le sugiero que deje de apretar su copa de esa manera, Signorina. El cristal tiene un límite de resistencia, sea cuidadosa.

Isabella sintió que la rabia le devolvía el calor que el aire acondicionado le robaba. Miró a Lucía, quien reía feliz en brazos de Fabrizio, y sintió un punzante contraste. Su hermano había encontrado la paz; ella acababa de entrar en una guerra.

Cerca de la medianoche, Fabrizio y Lucía se apartaron de la multitud hacia un balcón privado que daba al río. El murmullo de la fiesta llegaba como un eco lejano.

—Lo logramos, mia regina —dijo Fabrizio, abrazándola por la cintura. —No, Fabrizio —corrigió ella, apoyando la cabeza en su hombro—. Esto es solo el cimiento. Ahora es cuando empezamos a construir de verdad.

Lucía miró hacia la mesa donde Isabella mantenía una batalla de miradas gélidas con el suizo. Sabía que su amiga iniciaba un camino difícil, pero esa noche, el triunfo era de ellos. Sostenía en su mano la llave de su antigua casa y en su dedo el anillo de su futuro.

La Torre Fénix brillaba en la oscuridad de Buenos Aires, un monumento al destino que ellos mismos habían diseñado. La historia de Lucía y Fabrizio llegaba a su cima, mientras que, en el piso de abajo, entre canapés y champagne, el fuego de Isabella apenas comenzaba a arder.




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