Las luces de la ciudad de Buenos Aires eran ahora solo un recuerdo brillante en la distancia. Lucía y Fabrizio se encontraban a bordo del yate privado de la familia, navegando por las aguas turquesas del Mediterráneo, en una luna de miel que parecía suspendida en el tiempo. No había agendas, ni juntas de directorio, ni fantasmas del pasado; solo el sonido rítmico de las olas golpeando el casco.
Lucía estaba apoyada en la barandilla de la cubierta, vestida con una túnica de lino blanco que ondeaba con la brisa marina. En su mano derecha, sostenía una copa de vino; en la izquierda, el diamante de su anillo de bodas capturaba la luz de la luna, brillando con una intensidad casi sobrenatural.
Fabrizio se acercó por detrás y la rodeó con sus brazos, hundiendo su rostro en el hueco de su cuello.
—¿En qué piensas, mia regina? —susurró él, su voz vibrando contra su piel.
—En lo silencioso que es el éxito cuando se comparte con la persona adecuada —respondió ella, girándose en sus brazos para mirarlo—. Durante años, el silencio para mí era sinónimo de soledad y miedo. Ahora, es paz.
Fabrizio la miró con una devoción absoluta. Él, que siempre había medido la vida en activos y poder, finalmente entendía que su mayor tesoro no era la Torre Fénix ni la expansión del imperio en América, sino la mujer que tenía frente a él.
—Me has dado algo que el dinero de los Vitali nunca pudo comprar, Lucía —dijo él, tomando su rostro entre sus manos—. Me has dado un propósito que va más allá de mi apellido.
Hizo una pausa y una pequeña sonrisa, mitad divertida y mitad resignada, apareció en sus labios.
—Aunque el apellido Vitali sigue causando estragos. He recibido un mensaje de Marcello hace un momento. Parece que Isabella y su nuevo asesor, ese tal Zimmermann, han tenido su primera gran disputa en Milán. Dicen que los gritos en la oficina se escucharon hasta en la Piazza del Duomo.
Lucía soltó una carcajada suave, recordando la intensidad de su amiga y la frialdad del hombre con el que chocó en la cena.
—Isabella encontrará su camino, Fabrizio. Ella es una guerrera, igual que nosotros. Solo que su batalla acaba de empezar.
—Tienes razón —concedió él, alejando cualquier pensamiento de negocios o familia—. Pero esta noche, el mundo puede esperar. Solo existimos nosotros.
Fabrizio la tomó de la mano y la guió hacia la cabina principal. Lucía miró por última vez hacia el horizonte infinito. Sabía que al regresar les esperaba un imperio por dirigir y nuevas torres por construir, pero ya no tenía que hacerlo sola. Había dejado de ser la pieza de un contrato para convertirse en la arquitecta de su propia felicidad.
Bajo el cielo estrellado, el Fénix finalmente descansaba, sabiendo que sus alas eran lo suficientemente fuertes como para volar hacia cualquier destino que ellos decidieran diseñar juntos.
FIN