Pasaron un par de días desde la conversación con Lilian y la confesión de Alec. Ivy se había mantenido ocupada con la universidad y evitaba coincidir con Alec por miedo a herirlo más. Pero un mensaje inesperado hizo vibrar su celular esa tarde.
Asher:
“¿Te veo en el parque a las seis? Quiero hablar contigo.”
Ivy respiró hondo. Sabía que, tarde o temprano, esto iba a pasar. Así que se puso una blusa ligera, jeans y su chaqueta favorita. El parque estaba tranquilo, el cielo teñido de tonos naranjas y rosas.
Ahí estaba él, sentado en la misma banca donde, años antes, solía leer. Asher se levantó al verla y sonrió.
— Hola, linda.
— Hola, Asher.
Se sentaron, el silencio pesando entre los dos.
— Quería disculparme… por lo del cine —dijo él, frotándose la nuca—. Me dejé llevar. Es solo que… siento que hay algo entre nosotros.
Ivy lo miró a los ojos, sincerándose.
— Asher… me gustas. No te voy a mentir, hay algo, sí. Pero no quiero apresurarme. No soy de las que se enamoran de un día para otro. Prefiero conocer a las personas antes de lanzarme a algo.
Asher sonrió de lado, bajando la mirada.
— Me gustas por eso, Ivy. Eres diferente.
Se quedaron en silencio unos segundos.
Asher se acercó un poco, sus ojos buscando los de ella, y en el aire flotó ese momento incómodo y tenso, como si el universo contuviera la respiración. Él se inclinó despacio, pero Ivy puso una mano en su pecho, deteniéndolo.
— Primero conozcámonos —dijo ella, sonriendo con dulzura.
Asher asintió, riendo suave.
— Está bien. Te invito un café mañana… amigos con buena química, ¿te parece?
— Me parece.
Y así, con un apretón de manos y una sonrisa cómplice, dejaron claro que, aunque el destino parecía querer apresurarlos, Ivy llevaba el timón de su propia historia.
A la mañana siguiente, Ivy se preparó con un look sencillo: jeans rotos, una camiseta blanca y su chaqueta favorita. Se recogió el cabello en una coleta alta y se puso sus aretes de estrellitas. No sabía por qué, pero estaba más nerviosa de lo que quería admitir.
El café donde habían quedado era pequeño, con luces cálidas y olor a canela. Ivy llegó puntual, y Asher ya estaba ahí, sentado en una mesa de la esquina, moviendo su taza de capuchino.
— Hey, linda —saludó él, levantando la mano.
— Hey —dijo Ivy, sonriendo.
Pidieron cafés y un par de rebanadas de pastel de zanahoria. La conversación fluyó con naturalidad, entre bromas sobre las películas malas de terror que habían visto y sus anécdotas de infancia.
De pronto, un grupo de músicos ambulantes entró al café. Llevaban guitarras y un pequeño cajón peruano. Se acercaron a las mesas ofreciendo canciones por propina.
— Elijan una canción, jóvenes enamorados —dijo uno de ellos.
Ivy se sonrojó.
— No somos… —iba a decir, pero Asher la interrumpió con una sonrisa traviesa.
— Claro que sí, cántanos algo alegre.
Los músicos empezaron a tocar una canción de amor muy cursi y exagerada. Ivy soltó la carcajada y le dio un manotazo a Asher.
— ¡Eres un tonto!
— Pero estás riendo, así que funcionó —dijo él, guiñándole un ojo.
Ivy, sin poder contenerse, se puso de pie y empezó a seguir el ritmo de la canción con las manos sobre la mesa. Asher la imitó, y terminaron haciendo un mini show en su rincón del café.
La gente aplaudió, y ambos se miraron, con las mejillas encendidas, pero sonriendo como niños.
Cuando se sentaron de nuevo, Ivy lo miró.
— ¿Ves? Momentos como este son los que quiero antes de cualquier otra cosa.
— Te prometo muchos más de estos —respondió él.
Siguieron riendo, hablando y compartiendo pastel hasta que se hizo tarde. Y cuando Asher la dejó en casa, no hubo beso, pero sí un abrazo largo y cálido que decía: “esto apenas empieza”.
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Editado: 07.05.2025