Después de clases, Ivy y Alec caminaron en silencio hacia la cafetería de la esquina, esa a la que iban desde el primer semestre. Era su lugar seguro, y aunque las cosas estaban raras… los dos necesitaban volver ahí.
Se sentaron en la mesa de siempre, pegada a la ventana. El camarero los saludó como de costumbre.
—¿Lo de siempre? —preguntó con una sonrisa.
—Obvio —dijeron los dos al mismo tiempo, y soltaron una pequeña risa. Ese momento rompió la tensión.
Poco a poco, las palabras empezaron a salir solas. Hablaron de cosas tontas: de cómo un tipo se resbaló en la cafetería, de lo exagerada que es la profe de Literatura, de las canciones viejas de Big Time Rush que Alec aún tenía en su playlist (para vergüenza de él).
—Aún tienes “Boyfriend” guardada, admítelo —dijo Ivy entre risas.
—Jamás lo admitiré —contestó Alec, aunque ya estaba rojo de la risa.
Sin darse cuenta, ya estaban riendo como antes, burlándose de todo y recordando anécdotas de sus días en secundaria. La gente los miraba raro por tanto escándalo, pero a ellos no les importaba.
Cuando llegó el café, Alec hizo su clásico intento fallido de arte con la espuma, e Ivy le tomó una foto.
—Voy a subir esto a Instagram: “Mi mejor amigo haciendo desastres con el latte desde 2019” —bromeó.
—Publica eso y te bloqueo, Summer —rió él.
Y ahí, en medio de esa tarde fría y ese café barato, Ivy sintió que todo estaba bien otra vez. Que su Alec seguía ahí y que, aunque habían pasado cosas, podían seguir teniendo su pequeño mundo.
Antes de irse, Alec la miró y dijo:
—Gracias por no rendirte conmigo.
Ivy le sonrió, sincera y con el corazón calientito.
—Nunca lo haría, idiota.
Salieron de ahí entre empujones, carcajadas y planes para volver a jugar Mario Kart el fin de semana. Como siempre.
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Editado: 07.05.2025