La puerta de su habitación se cerró con un leve clic. Ivy se dejó caer en la cama, aún con la ropa del día, aún con el sabor del beso en los labios y el temblor en las piernas.
Se llevó las manos a la cara.
—¿Qué hice…? —susurró al techo, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
Lo había besado. A Alec. A su mejor amigo. Y él la había besado de vuelta.
Pero… ¿por qué no se sentía aliviada?
Apretó la almohada contra su pecho, como si pudiera ocultar el caos que sentía por dentro. Su mente se repetía una sola escena, una y otra vez: sus labios sobre los de Alec, su voz temblando al decir “perdón”, y ese momento exacto en el que él la alcanzó, la miró… y la besó también.
—¿Y ahora qué…? —susurró.
No era solo el miedo de haber cruzado un límite con Alec… era ese nombre que volvía una y otra vez a su cabeza.
Asher.
¿Por qué pensaba en él ahora? ¿Por qué recordaba su mirada en el parque, la forma en la que la había confrontado con calma, como si ya supiera la verdad? ¿Por qué tenía esa culpa en el pecho… como si le hubiera fallado a los dos?
Se levantó, caminó en círculos por su habitación, inquieta, perdida. Abrió el cajón donde guardaba sus pinceles. Sacó uno… luego otro… pero no podía pintar. No podía escribir. No podía ni llorar.
Estaba bloqueada.
¿Y si no es Alec? ¿Y si no es Asher? ¿Y si soy yo, que no sé lo que quiero?
Ese pensamiento la golpeó como una ola fría.
—Jasper tenía razón —dijo en voz baja—. No puedes jugar con el corazón de alguien… sin saber si el tuyo está listo para elegir.
Se sentó frente a su escritorio y abrió su diario. La tinta comenzó a correr, sin filtros, sin orden. Necesitaba entenderse. Necesitaba tiempo.
Y por primera vez en mucho tiempo… Ivy deseó que el corazón tuviera un botón de pausa.
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Editado: 07.05.2025