Era sábado por la mañana cuando Ivy y Alec se encontraron parados frente a la puerta de su nuevo hogar. No era un departamento, era una pequeña casa de una planta, con jardín y una cerca blanca que rodeaba la entrada. Tenía ventanales grandes, una cocina luminosa, y un estudio que ambos planeaban compartir: Ivy para pintar y Alec para editar sus fotos.
—¿Lista para empezar algo más grande? —preguntó Alec con una sonrisa nerviosa, sosteniendo las llaves en la mano.
—Contigo, siempre —respondió Ivy, entrelazando sus dedos con los suyos.
La mudanza fue caótica, divertida y agotadora. Se rieron cargando cajas, se tropezaron mil veces con Sky, que corría de un lado a otro oliendo todo. La casa no tenía muchos muebles al principio, pero estaba llena de risas, música, y olor a café.
Durante la noche, Ivy se sentó en el suelo de la sala con una manta sobre los hombros, mirando por la ventana la luna llena. Alec llegó por detrás y la abrazó, apoyando su barbilla sobre su cabeza.
—Este lugar ya se siente como nosotros —murmuró ella.
—Porque lo es. No importa dónde estemos, Ivy... si estás tú, estoy en casa.
Pasaron las semanas y la casa comenzó a transformarse. Pintaron las paredes con colores cálidos, colgaron cuadros pintados por Ivy y fotos capturadas por Alec. Incluso pusieron luces en el jardín, donde solían cenar en las noches de verano con una botella de vino y Sky echado cerca.
Una noche, mientras preparaban la cena juntos, Alec se detuvo, la miró fijamente y le dijo:
—Gracias por construir esto conmigo... por hacer que cada día tenga sentido.
Ivy se quedó en silencio por un momento, y luego le respondió con una sonrisa llena de amor:
—Gracias a ti por darme el valor de soñar tan alto... y no hacerlo sola.
Y así, con los días, su pequeño hogar se volvió un refugio. No perfecto, pero real. Hecho de amor, paciencia, y pequeños grandes momentos compartidos.
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Editado: 07.05.2025