Bajo el velo de la medianoche

Capítulo 4

Lía no podía apartar los ojos del cuadro mientras limpiaba los restos del polvo levantado en el taller tras el extraño incidente. Aunque había intentado convencerse de que lo que vivió fue un sueño provocado por el cansancio, no podía negar la evidencia: el diario seguía abierto sobre la mesa, y había algo extraño en la pintura. La figura de la mujer ahora parecía más viva, como si su expresión hubiera cambiado sutilmente, cargada de algo que no había estado ahí antes.

—Es solo mi imaginación… —murmuró, intentando calmarse. Sin embargo, el escalofrío que recorrió su espalda traicionó su intento de racionalidad.

Fuera, la noche se cernía sobre Sevilla. El ruido lejano de la ciudad era un recordatorio de que la vida seguía su curso normal, incluso si su mundo acababa de ser sacudido por algo inexplicable.

Lía dejó el trapo sobre la mesa y se dirigió a cerrar las ventanas del taller. El aire frío se colaba por las rendijas, haciendo que su piel se erizara. Justo cuando estaba por asegurar el cerrojo de la puerta principal, una leve vibración en el suelo la hizo detenerse.

Se giró, alarmada, y vio cómo una tenue luz comenzaba a emanar del centro del taller. Al principio, pensó que era un reflejo de las lámparas, pero pronto se dio cuenta de que la luz provenía del suelo mismo para expandirse en un círculo perfecto.

—¡No puede estar pasando otra vez! —exclamó, dando un paso atrás.

El aire se volvió denso, y una ráfaga de viento inexplicable sacudió la estancia, lanzando papeles al aire y apagando las luces de la sala. Lía retrocedió hasta chocar con la pared, con su respiración agitada mientras el círculo de luz se intensificaba.

De repente, una figura emergió del resplandor, como si atravesara una barrera invisible. El hombre cayó al suelo con un golpe seco, jadeando como si hubiera corrido kilómetros.

—No… no puede ser —murmuró Lía al reconocer el rostro que había visto la noche anterior. Era él: Eidan.

El hombre levantó la cabeza lentamente, con sus ojos grises brillando en la penumbra. Parecía más confuso y vulnerable que antes, como si la fuerza que lo había traído aquí lo hubiera debilitado.

—¿Dónde estoy? —preguntó con una voz ronca, llena de desconcierto.

—En mi taller —respondió ella, con la voz temblando. Su instinto le decía que debía correr, pero algo en su interior la mantenía anclada al suelo, incapaz de apartar la mirada de él.

Eidan intentó levantarse, tambaleándose mientras colocaba una mano en el borde de la mesa para apoyarse.

—¿Cómo llegué aquí? —preguntó, esta vez con un tono más urgente.

—Yo... no lo sé. —tragó saliva, con su mente luchando por encontrar una explicación lógica. Al recordar el diario, un destello de culpabilidad cruzó su rostro.

El chico se pasó una mano por el rostro, como si intentara ordenar sus pensamientos. Su ropa, hecha de un material extraño que la joven no podía identificar, estaba desgastada, como si hubiera viajado a través del tiempo mismo.

—Algo salió mal —murmuró, más para sí mismo que para ella—. No debería estar aquí...

—¿Qué eres? —inquirió con su voz apenas en un susurro.

Él levantó la mirada hacia ella, y por primera vez, la muchacha vio un atisbo de vulnerabilidad en sus ojos.

—Un guardián. O al menos lo era.

El silencio que siguió a sus palabras fue pesado. Lía buscó en su mente algo que decir, algo que preguntar, pero todo parecía insuficiente ante la magnitud de lo que estaba sucediendo.

De pronto, el chico se irguió, aunque aún tambaleante, y su expresión cambió a una mezcla de alarma y determinación.

—¿Dónde está el cuadro?

—¿Qué? —preguntó Lía, confundida.

—El cuadro —repitió él, señalando hacia la mesa donde el lienzo descansaba cubierto por una tela blanca—. Necesito verlo.

Ella vaciló, pero al ver la intensidad en su mirada, decidió no discutir. Caminó hasta el cuadro y retiró la tela con cuidado, revelando la pintura.

Él se acercó con rapidez y sus ojos recorrieron cada detalle de la imagen. Su mandíbula se tensó, y un músculo en su cuello se contrajo mientras estudiaba el lienzo.

—La marca está rota —dijo, señalando una esquina del cuadro donde un símbolo apenas visible parecía desvanecerse en la pintura.

—¿Qué marca?

—El sello que me mantenía atrapado. Algo lo debilitó —pasó una mano por la superficie del cuadro sin tocarlo, como si sintiera algo más allá de lo que ella podía percibir.

—¿Qué significa eso? —preguntó la chica, intentando mantenerse firme.

Eidan la miró, y su expresión era sombría al responder:

—Significa que no soy el único que ha sido liberado.

La joven sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y preguntó:

—¿Hay... hay más como tú?

—No como yo —respondió él, con su voz grave—. Lo que estaba atrapado conmigo es mucho peor.

Antes de que ella pudiera procesar lo que acababa de escuchar, un estruendo resonó desde el exterior. Ambos se giraron hacia la ventana, donde una sombra enorme se deslizaba rápidamente bajo la luz de la luna.

—¿Qué ha sido eso? —quiso saber ella, llena de pánico.

Eidan frunció el ceño y tomó un objeto pequeño de su cinturón, algo que parecía un arma pero cuya tecnología estaba más allá de la comprensión de la chica.

—Un problema —dijo, avanzando hacia la puerta.

—¡Espera! —Lía lo detuvo, agarrándolo del brazo—. No puedes salir ahí fuera.

Él la miró, y por un momento, la intensidad de sus ojos pareció suavizarse.

—No tengo elección. Si esa cosa ha escapado, podría destruirlo todo.

Ella lo soltó, pero antes de que él pudiera salir, una idea cruzó su mente:

—Si eres un guardián, ¿por qué estabas atrapado?

El chico se detuvo en seco, con su expresión endurecida al contestar:

—Porque fallé.

Sin más explicaciones, abrió la puerta y desapareció en la noche, dejando a la muchacha sola en el taller con más preguntas que respuestas.




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