Bajo la luz de las camelias

Capítulo Dos: El Duque y la Lluvia

La lluvia no cesaba.

Arabella se mantuvo de pie, sin saber si debía irse o quedarse. El Duque tampoco se movía, como si no estuviera acostumbrado a compartir su soledad.

—¿Suele esconderse aquí cada vez que llueve? —preguntó ella, con tono ligero, intentando romper la densidad del aire.

—No. Pero hoy… lo necesitaba.

Ella lo observó. Sus botas estaban ligeramente manchadas de barro, y su capa colgaba del respaldo de una silla antigua. Nada en él era descuidado, y sin embargo, había algo roto. Como un jarrón perfectamente pegado que igual deja ver sus grietas.

—Yo también vengo cuando necesito silencio —dijo ella, más para sí que para él.

—Entonces compartimos una afición peligrosa, Lady Arabella: huir.

Arabella sonrió con un dejo de tristeza.

—¿Y usted de qué huye, Su Excelencia?

Él la miró.

No como los otros hombres, que medían la cintura o los labios. No.
El Duque la miró como si buscara una verdad detrás de su voz.

—Del pasado —respondió al fin.

Y fue entonces cuando Arabella notó que llevaba algo en la mano. Un pequeño libro. Viejo. De cubierta gastada.

—¿Qué lee?

—Historia militar. Guerras perdidas, en su mayoría.

—Qué alentador.

Él soltó una risa breve. El sonido la desarmó.

—¿Le gusta leer?

—Me gusta imaginar —dijo ella.

—¿Y qué imagina ahora mismo?

Arabella lo miró. Directo. Sin temor.

—Que usted no es tan frío como aparenta. Que detrás de esa mirada, hay un hombre que desea… sentir otra vez.

El silencio volvió a caer. Pero esta vez, no fue tenso. Fue intenso.

El Duque se acercó lentamente a la ventana y miró la lluvia.

—Los sentimientos son armas de doble filo, mi lady.

Arabella caminó hasta pararse a su lado. La lluvia golpeaba los cristales con fuerza suave.

—Solo si se usan para huir. No para quedarse.

Él giró el rostro hacia ella. Por un instante, sus rostros estuvieron a centímetros. El corazón de Arabella latía como un tambor, pero no retrocedió.

Él tampoco.

Y justo cuando el momento parecía inclinarse hacia lo indecible, el Duque habló en voz baja:

—Es peligroso, Lady Arabella… ser tan libre en un mundo que exige cadenas.

Ella sonrió, con la fuerza de quien ya ha elegido.

—Entonces que me castiguen. Pero no pienso volver a la jaula.

Cuando la lluvia amainó, Arabella se despidió con una leve reverencia y volvió hacia la casa.

El Duque se quedó allí, mirando cómo se alejaba.

Y sin poder evitarlo, se llevó la mano al pecho.
Justo donde, por un instante, sintió algo moverse.

No era miedo.
No era arrepentimiento.

Era algo más simple.

Esperanza.




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