Bajo la luz de las camelias

Capítulo 4: El Temor de Sentir

El salón de baile del duque de Fairleigh resplandecía con lámparas de cristal, ramos de flores blancas y un centenar de sonrisas cuidadosamente ensayadas.

Arabella vestía de azul lavanda, con perlas en el cabello y la determinación en el pecho. Era la imagen perfecta de una dama… pero su alma estaba distraída.

Y entonces lo vio.

Él estaba allí.

El Duque de Ravenford.

Apoyado cerca de una columna, solo, como siempre. Vestido con elegancia sobria: traje negro, chaleco gris, el cabello peinado hacia atrás, y esa expresión de quien observa pero no participa.

Ella se acercó. Sin escolta. Sin excusas.

—¿No baila, Su Excelencia? —preguntó con una sonrisa leve.

—No suelo hacerlo —respondió sin moverse.

—¿Por falta de gusto o por falta de costumbre?

—Por falta de propósito.

Arabella lo miró con los ojos entrecerrados.

—El propósito del baile es dejarse llevar. Confiar. ¿No cree usted en eso?

Él la miró por fin. Y en sus ojos había un relámpago. Una tormenta contenida.

—Confiar, Lady Arabella, es algo que se aprende… y yo olvidé la lección hace mucho.

Ella mantuvo la calma.

—¿Y si quisiera volver a aprenderla?

Él bajó la mirada. Como si su corazón hablara en un idioma que ya no comprendía.

—He herido antes. A alguien que no lo merecía. Y lo peor… es que no supe evitarlo.

—¿Murió?

—Murió lo que ella esperaba de mí.

Un silencio. Profundo.

Arabella, con ternura medida, acercó su mano a la de él.

—Nadie es su peor momento. Todos merecen una segunda verdad.

Él la miró, atónito.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque lo creo. Porque lo siento. Y porque… yo no temo sentir.

El Duque apartó la mirada, dolido.

—Usted es joven. Libre. Hermosa. Puede elegir a quien desee.

Arabella lo interrumpió.

—Y aún así estoy aquí. Hablándole a usted. Pregúntese por qué.

Él la miró otra vez. Largo. Como si intentara memorizar su rostro antes de que el mundo lo rompiera.

—Temo que si le creo… no podré volver a callar lo que siento.

Arabella sonrió con dulzura.

—Entonces, su Excelencia… no calle más.

Y en ese instante, sin música ni danza, los dos estaban bailando.

No con los pies.

Con las almas.




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