Las campanas de la iglesia repicaban a lo lejos.
Arabella se probaba un vestido de novia.
Era hermoso. De seda blanca nacarada, con bordados en hilo de plata, y encaje francés traído expresamente desde París.
Y sin embargo, ella se sentía vestida de invierno.
—Es perfecto —dijo su madre con lágrimas falsas de emoción.
Arabella sonrió por cortesía. Por costumbre. Pero no por alegría.
Esa noche, mientras todos dormían, salió al jardín. Llevaba un abrigo sobre la bata y una hoja de papel en la mano. La tinta aún fresca.
Sabía que no podía huir físicamente. Pero su alma… necesitaba hablar.
Se dirigió a la cabaña. La luna iluminaba el camino. Las camelias dormían.
Dentro, colocó la carta en el mismo libro donde encontró la anterior. Historia militar. Su escondite compartido.
Tomó aire. La leyó una última vez.
> Alexander,
Si alguna vez sentiste algo —aunque haya sido por un momento fugaz bajo la lluvia— te ruego que leas esto como si fuera el último hilo que me une a ti.
Mañana me caso. No por amor. Sino por deber. Porque el mundo espera que yo sea obediente y silenciosa.
Pero esta noche… esta carta… es mi forma de gritar.
No quiero una vida correcta. Quiero una contigo.
Si decides no venir… te entenderé.
Pero si vienes… sabré que aún crees en los imposibles.
Arabella
Ella dejó la carta, con las manos temblorosas.
Cerró el libro.
Y se fue.
Sin mirar atrás.
Sin saber si alguna vez la leería.
A la mañana siguiente, el sol se alzaba con descaro.
Arabella se encontraba frente al espejo, ya vestida de novia, cuando escuchó los primeros murmullos.
—Una carta. Ha desaparecido. El Duque de Ravenford. Ha abandonado su casa.
Ella no reaccionó.
Pero su corazón dio un vuelco. Uno que no quiso delatar.
El carruaje la llevó a la iglesia. Las flores blancas, los músicos, los invitados. Todo estaba en su lugar.
Menos ella.
Arabella bajó del carruaje con pasos firmes… y una pregunta viva en el pecho:
¿Y si él la había leído?