El Duque de Ravenford cabalgaba como si el demonio mismo le pisara los talones.
No recordaba haber montado tan rápido desde su juventud, cuando corría para no pensar.
Ahora corría para no perder.
En su bolsillo, la carta de Arabella temblaba con el viento.
La había encontrado por casualidad, buscando uno de sus libros preferidos, buscando refugio…
Y en vez de refugio, encontró una súplica.
> “No quiero una vida correcta. Quiero una contigo.”
Una frase.
Una vida entera entre líneas.
Mientras tanto, en la iglesia de Lyndhurst, Arabella avanzaba por el pasillo central.
El órgano tocaba una melodía suave. La gente miraba. Sonreía. Aprobaba.
Pero ella no oía nada. Solo el eco de su carta.
¿Y si no la había leído?
¿Y si la había leído… y no había venido?
Cada paso pesaba más que el anterior.
A varios kilómetros de allí, el caballo del Duque resoplaba con fuerza. Los cascos golpeaban el suelo como truenos desesperados.
Alexander Ravenford tenía el rostro contraído, el alma en llamas.
Nunca había hecho algo tan imprudente.
Ni tan claro.
No iba a llegar tarde otra vez.
Esta vez, no.
Arabella estaba a punto de tomar la mano de Lord Sebastian.
Él le sonreía. Contento. Satisfecho. Ignorante.
—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo? —preguntó el reverendo.
Arabella abrió la boca.
Iba a hablar.
Cuando de pronto…
las puertas de la iglesia se abrieron de par en par.
Y un viento fuerte irrumpió entre las velas y los murmullos.
Todos se giraron.
Él estaba allí.
Empolvado, con el cabello desordenado, y el corazón en los ojos.
Alexander.
El Duque.
Arabella no dijo nada.
Simplemente lo miró.
Y supo.
—¡Detened esta boda! —dijo él con voz firme, sin gritar, pero llenando cada rincón del templo—. Ella no puede casarse con un hombre que no ama.
El silencio fue absoluto.
Arabella soltó la mano de Sebastian.
—Ni con un hombre al que no ha dejado de esperar —añadió ella, caminando hacia él.
Y sin más palabras, sin más explicaciones, Arabella salió de la iglesia con el Duque de Ravenford a su lado.
La sociedad enmudeció.
Pero los corazones aplaudieron.
No se fugaron esa noche.
Solo se eligieron.
Libremente.
Finalmente.
Bajo una lluvia ligera…
como aquella primera vez entre las camelias.