El baile de invierno en Lyndhurst Hall era el evento del año.
Las damas competían por brillar más que los candelabros. Los caballeros ensayaban frases de cortesía frente a los espejos.
Y en el centro de todo… Arabella.
De vuelta. Soltera. Escandalosa.
Y absolutamente imperturbable.
Vestía de blanco marfil, como si burlara a la sociedad con cada hebra del vestido. El cabello recogido en ondas suaves, salpicado de flores de camelias blancas.
Muchos la miraban. Pocos se atrevían a hablarle.
Hasta que llegó él.
El Duque de Ravenford apareció cuando el reloj marcaba las nueve.
Entró solo. Sin anuncio. Sin título.
Vestía de negro profundo, con un pañuelo gris perla en el bolsillo, y la mirada decidida.
Las conversaciones se interrumpieron. Los músicos vacilaron. El ambiente se tensó.
Arabella lo sintió antes de verlo.
Se giró. Y allí estaba.
Su héroe.
Su escándalo.
Su elección.
Él caminó hacia ella. Cada paso era una afirmación.
Ella no se movió.
—¿Bailarías conmigo, Lady Arabella?
Ella sonrió. No como dama. Sino como mujer que reconoce a su igual.
—Pensé que no bailabas.
—Contigo, lo haría incluso sin música.
La orquesta empezó a tocar una melodía lenta.
Cuando sus manos se encontraron, algo en el salón se disolvió.
Las miradas, los murmullos, el juicio.
Todo desapareció.
Arabella y Alexander giraban en silencio. Como si sus cuerpos se recordaran desde otra vida.
Él la miró a los ojos.
—He dejado de huir.
Ella sostuvo su mirada.
—¿Por qué?
—Porque no quiero una vida sin ti. Porque he amado antes… pero nunca con tanta verdad.
Ella tragó saliva.
—¿Y si la sociedad no nos perdona?
—Que se escandalice.
Nosotros bailaremos igual.
En ese momento, el Duque se detuvo. Aún tomándola de la cintura.
—Arabella…
—¿Sí?
—¿Te casarías conmigo?
Ella parpadeó.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—No —respondió él, con una sonrisa suave—. Bajo las camelias. Donde empezó todo.
Y sin esperar respuesta, llevó su mano a los labios.
Y la besó.
Con la ternura de un hombre que ha cruzado un océano de miedos.
Con la firmeza de quien ha vuelto a casa.
Arabella cerró los ojos.
Y dijo la palabra que nunca le dijeron que podía elegir:
—Sí.