Adriana amaba capturar en imágenes el glorioso momento en que una mujer se preparaba para recibir a un hijo o hija, cada instante del trabajo de parto era cuidadosamente observado por ella en busca de inmortalizar aquella maravillosa experiencia. Adoraba escuchar cada vocalización que escapaba de los labios de las parturientas, cada sonido que emergía de su garganta que se abría al igual que el canal por el que descendía de a poco la criatura a punto de nacer. Era un viaje espectacular verlas trasformar su gesto, mover sus cuerpos palpitantes buscando la posición más cómoda y reaccionar tan instintivamente a cada sensación y estímulo.
"Sublime" era como describía aquello que en confianza le permitían atestiguar y retratar en hogares cálidos y llenos de amor. Esas mujeres eran sus musas, la inspiraban sus bellezas desnudas y el estado primitivo de cuerpos que alcanzaban un límite insospechado e incomprendido para cualquiera que no hubiera vivido lo mismo; la trascendencia misma del dolor cuyo significado lejos de ser sufrimiento se trasformaba en esperanza y vida. Admiraba su fortaleza conjugada con la que por mucho era de las más grandes entregas que podía hacer alguien.
Eran esas mujeres las que la habían salvado de seguir muriendo, consumida por la culpa y el recuerdo de lo que no fue.
Año y medio antes cuando no podía hacer más que mal vivir y estaba convertida en un amasijo de lacerantes emociones y pensamientos que no hacían más que hundirla en la miseria y el desconsuelo; había salido de la casa de sus padres, el refugio donde buscaba olvidar las pérdidas sufridas. Hasta ese momento había negado que seguía estancada en un duelo de seis meses que lejos de acercarse a su fin, parecía reanimarse con cada día que despertaba sintiendo el mismo vacío.
Esa tarde sintió que tocó fondo, no había nada a su alrededor que la hiciera desear seguir con vida; su mundo carecía de color, la alegría que alguna vez colmó su interior y lo iluminó se había esfumado sofocando cualquier deseo de seguir adelante. Aprovechó que estaba sola y salió sin rumbo; caminó por horas incontables hasta que el destino que siempre le jugaba a favor o en contra llevó sus pasos hasta una galería de arte donde se exhibía una serie de fotografías de partos humanizados. Entró ahí sin esperar mucho, tentada por la añoranza de lo que alguna vez fue su sueño de juventud.
Lo que encontró despertó sus sentidos como si se tratara de agua helada directo a su rostro; tantas imágenes en blanco y negro junto con algunas otras a color le aguijonearon lo que llevaba tanto tiempo dormido en su interior hasta hacerlo renacer junto con el objetivo que se fijó esa tarde. Jamás hasta contemplar el arte impreso en esas fotografías pensó que existieran los milagros; no obstante, a través de esas capturas fue testigo no de uno sino de decenas de ellos.
Sin querer, había llevado su mano al vientre que alguna vez cobijó la pequeña semilla de la vida que las mujeres de las imágenes habían logrado germinar en sus úteros. Ella ignoraba si alguna vez esa posibilidad volvería a ser suya, pero se prometió que no pensaría más en eso y se dedicaría a inmortalizar para otras algo tan significativo en sus vidas.
Y así lo hizo.
Retomó sus estudios de fotografía, le pidió a su padre dinero prestado para hacerse del mejor equipo fotográfico y agradeció infinitamente a Sarah, la primera de sus clientes y la que le permitió hacerse de un hermoso portafolio de imágenes que le valieron más y más trabajos que fue promocionando en redes sociales creadas especialmente para eso.
Para ese momento su agenda estaba llena y su nombre ya era reconocido en los círculos de madres y mujeres embarazadas, por lo que no le quedaba más que continuar mejorando en aquello que adoraba y que la había salvado de la oscuridad que se cernía sobre ella como lobo hambriento.
Justo en ese momento, admiraba las capturas que acababa de tomar mientras que en la habitación de al lado el milagro seguía manifestándose en el pequeño recién nacido que prendido al seno de su madre probaba el calostro creado para él.
—Muchas gracias, Adriana. En cuanto podamos nos comunicamos contigo —escuchó decir al reciente papá que acababa de dejar a su mujer con la partera para ir a despedirla.
—No te preocupes, en dos semanas tendré sus fotos listas; prefiero tomarme ese tiempo para que ustedes también se recuperen.
—Claro, ¿puedo ver alguna? —la petición la enterneció y asintiendo, buscó en la pantalla de su cámara la que resultó ser una de sus favoritas entre las muchas fotografías. Sonriendo, se la mostró a él que conmovido le devolvió la sonrisa con los ojos vidriosos.
En la imagen, su mujer estaba de cuclillas entre sus piernas, sosteniéndose de estas mientras que él inclinado hacia ella permanecía sentado en el borde de la cama acariciándole dulcemente la espalda; le abrazaba el cuerpo desnudo y sudoroso, agotado tras veinte horas de un trabajo de parto.
—¿Te gusta?
—Mucho, realmente eres una artista.
—Y aún falta editarla. Ya verás que quedarán maravillosas, de eso no tengan duda. Además, tienes a una mujer muy valiente, fue de los partos más maravillosos que he presenciado —le compartió sinceramente.
—Lo sé y más por todo lo que tuvo que pasar con los anteriores embarazos.
Adriana bajó la vista afectada, algo le habían compartido antes acerca de las tres pérdidas que había tenido la pareja antes de ese feliz nacimiento; sin embargo, escucharlo nuevamente provocó que una reminiscencia de su propio dolor volviera inclemente a atormentarla.