Bajo las cenizas

3. Problemas detrás de la puerta

Faltaban cinco minutos para la medianoche y Gaby no lograba dormir; ansiosa daba vueltas de un lado a otro en su cama matrimonial esperando encontrar una posición que pudiera ayudarla a conciliar el sueño.

Estaba agotada, encargarse de una casa era cansado y no existía emoción en hacerlo, o al menos ella no la encontraba; después de todo era una profesionista que nunca pensó que terminaría siendo lo que comúnmente y con cierto menosprecio los demás nombran como “ama de casa”.

Su rutina siempre era la misma: preparaba el desayuno para su familia, despedía a su esposo, llevaba a su hijo al jardín de niños y mientras Leo estaba ahí, aprovechaba para limpiar, lavar ropa, hacer despensa y cocinar; y encargarse de los trastes, esos que parecían ensuciarse solos y no tenían fin; era esa la parte que más odiaba. En eso se le iba toda la mañana y cuando menos pensaba ya era hora de volver por su hijo.

A Leo sí que adoraba cuidarlo, por eso cinco años atrás cuando nació decidió dejar su trabajo y dedicarse enteramente a la crianza. Los primeros años fue muy satisfactorio hasta que un vacío fue instaurándose dentro de ella conforme su hijo creció en independencia. Aunque era un niño preescolar y todavía quería verlo pequeño, el que hubiera comenzado la escuela le daba a ella mucho tiempo libre, no del quehacer, pero sí para reflexionar en lo que era su vida.

Lo que pasaba por su cabeza no le gustaba pues la hacía sentir insatisfecha y frustrada. Eso aumentó conforme las cuentas por pagar fueron acumulándose. Dos años antes, su esposo Oscar y ella había decidido iniciar un negocio de serigrafía y bordado; él estaba cansado de trabajos mal pagados que exigían más de lo que estaban dispuestos a ofrecer. Ella por su parte seguía criando a su hijo así que les pareció una buena opción. Investigaron, ahorraron y se prepararon lo mejor que pudieron. Ambos eran profesionistas y pensaron que sería fácil apoyarse.

El negocio marchó bien el primer año, pero luego comenzó a complicarse; ella no logró involucrarse tanto como hubiera querido, los clientes comenzaron a escasear y la competencia a aumentar. A esa altura, lo que debería ser su sustento les quitaba más de lo que les daba; aun así, Oscar no quería darse por vencido, ya le había invertido demasiado. Ella hizo lo que pudo desde casa; ventas de catálogo y de cualquier cosa que pareciera una buena oportunidad. Todo fue inútil, los gastos no hacían más que incrementarse sin que los ingresos pudieran emparejarlos pese a que ambos cooperaban.

En cierto punto decidieron que ya que Leo estaba más grande, lo mejor sería que Gaby buscara un empleo que al menos le permitiera tener cierta seguridad para ella y su hijo. También acordaron no decirle a nadie de la familia lo que estaba pasando; los padres de ambos seguramente harían lo que fuera por ayudarlos, pero tampoco vivían holgadamente como para encima restarles.

Por otro lado, Oscar era hijo único y tanto Adriana como Toño, el hermano mayor de Gaby, tenían sus propios problemas. Al final y como lo habían hecho desde que decidieron unir sus vidas, intentaron buscar la solución a su situación por sí mismos.

Entusiasmada, Gaby comenzó su búsqueda de empleo convencida en que no tardaría en encontrar alguno acorde a lo que buscaba. Sin embargo, la desilusión llegó pronto; los cinco años fuera del mercado laboral resultaron inclementes y le pasaron factura.

Ocho meses habían trascurrido desde la primera solicitud que se atrevió a enviar; muchas más la siguieron, pero ninguna obtuvo respuesta favorable. Ni siquiera la llamaban para entrevista y los lugares que lo hicieron fueron de empleos que nada tenían que ver con su profesión y en su mayoría con sueldos irrisorios y horarios esclavizantes. Se sentía en un callejón sin salida; cada día veía a su esposo más cansado, su refrigerador más vacío y la solución a sus problemas más lejana.

Pensar en eso la hizo recordar el matrimonio de Adriana, era cierto que había resultado en una dolorosa traición y pérdida; pero al menos mientras estuvo junto a ese hombre nunca le faltó nada y en realidad lo tuvo todo. Él la trataba como una reina.

A ella en cambio le faltaban incluso las ganas para seguir intentándolo. Avergonzada consigo misma se sacudió ese pensamiento, ¿Qué derecho tenía para juzgar el dolor de su hermana? Quiso ver lo bueno con lo que contaba; tenía a Oscar y a su hijo. Mientras estuvieran sanos y juntos había esperanza, o eso se obligaba a pensar cada que la adversidad se cernía sobre ella amenazando con engullirla entera.  

Viendo que en su cama no encontraría reposo, Gaby fue hasta la sala de estar no sin antes pasar por la habitación de Leo y comprobar que dormía plácidamente. Con desgano, tomó el control remoto del televisor y buscó en el catálogo alguna serie o película que aliviara su desasosiego. Acababa de encontrar algo interesante cuando la puerta de entrada se abrió. Era Oscar.

—Hola preciosa, ¿Qué haces despierta todavía? —le preguntó acercándose e inclinándose a su altura para plantarle un dulce beso en los labios desde atrás del sofá donde Gaby estaba sentada.

—Te estaba esperando ¿Quieres que te prepare algo de cenar?

—No, ya comí algo en el local —afirmó él sentándose a su lado y pasándole el brazo por encima de los hombros para atraerla contra su pecho —¿Otra vez no puedes dormir?

Ella asintió con la cabeza, el desaliento en su expresión contagió a su esposo del mismo desánimo que llevaban tiempo compartiendo. No obstante, era un hombre optimista así que hizo por recuperar el ánimo para infundírselo a su mujer. Dulcemente le besó la frente y le sonrió logrando el efecto buscado.




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