El entusiasmo por su próxima entrevista le duró a Gaby hasta la noche y cuando Oscar llegó lo recibió llenándolo de besos y abrazos que pronto terminaron en la cama. Él estaba agotado, pero el cuerpo de su mujer encendido siempre era un buen aliciente para dar un poco más de sí.
Después del intercambio, se durmieron abrazados y para la mañana que él despertó, ella ya le tenía listo el desayuno y hasta la merienda.
—Despertaste de buen humor —le señaló abrazándola por detrás para saludarla con un beso en el cuello.
—Ayer la pasamos bien así que ¿Por qué no lo estaría? Además, estoy emocionada. Imagina si me dan el trabajo. Que nervios, pero me muero por ir.
Oscar sonrió y un atisbo de preocupación atravesó su gesto alertando a su esposa.
—¿Qué sucede? ¿Crees que no me lo darán?
—No es eso, solo me siento mal porque tengas que comenzar a trabajar en estas circunstancias.
—Antes de ponerte triste, deja que lo consiga. Ayer estuve repasando los cursos que tomé de administración de redes sociales y creación de contenidos digitales; aunque nunca trabajé en nada de eso y eso me preocupa.
—Estoy seguro de que lo conseguirás —le dijo Oscar plantándole un beso en la frente para acto seguido, dar un largo sorbo a su café para disimular la angustia que a él mismo le causaba la próxima entrevista de su esposa.
A Gaby siguió sin pasarle desapercibida la tensión que la situación generaba en él, pero no quiso pensar mucho en eso. Le esperaba un largo día y quería seguir con la mejor actitud posible.
Las siguientes horas transcurrieron normalmente, despidió a Oscar y después preparó a Leo para el preescolar; su mamá iría a recogerlo así que no tendría que preocuparse si la hacían esperar demasiado o si la entrevista se alargaba. El día anterior, sus padres se habían sorprendido de que hubiera estado buscando trabajo; no obstante, se ahorraron sus cuestionamientos creyendo que todo se debía a la decisión personal de retomar su profesión y no a los apuros económicos que eran la motivación de su hija.
Al veinte para las nueve, Gaby ya se encontraba en la parada de autobús. Cuidadosamente había revisado el tiempo que le tomaría llegar y pese a que la aplicación le marcaba cuarenta minutos, ella sabía que cualquier retraso significaría una menor probabilidad de ser la elegida así que no quiso tentar a la suerte.
Para la ocasión había elegido vestir un pantalón formal marrón junto a una blusa blanca y un blazer rosa; tenía tiempo sin maquillarse más allá de un poco de delineador y lápiz labial, pero puso especial cuidado en embellecer su rostro y su cabello. Su objetivo era causar buena impresión a toda costa.
El sitio al que llegó siguiendo la ubicación que Karen le había enviado era completamente distinto a lo que pensó encontrar. Se trataba de una casona de estilo colonial que ocupaba una esquina entera y cuyos muros terracota le imprimían un toque pintoresco a la calle. Tras respirar hondo, atravesó la bella y artística puerta de herrería hacia el porche. En un parpadeo detalló la propiedad; era hermosa con sus arcos en la puerta principal y en las amplias ventanas que daban a la calle.
Tardó unos segundos en tocar el timbre del interfono y de inmediato el sonido de la cerradura al abrirse desde adentro la invitó a pasar. Al entrar, la visión de la hermosa casona era todavía más sorprendente. La recibió su patio interior con la fuente de cantera en el centro y la cerámica impecable de los pisos; el espacio al aire libre, adornado con plantas en macetas de barro y talavera relajaba al instante. Pensó en lo maravilloso que sería trabajar en un sitio así en el que se respiraba tanta calma en el ambiente.
—Hola, Gabriela ¿cierto?
El saludo de la mujer que llegó a su lado la sacó de su ensimismamiento. Giró hacia ella con una sonrisa. Era muy simpática, debía tener alrededor de treinta o un poco más; llevaba el cabello recogido en una trenza francesa y vestía una blusa amarilla combinada con una falda recta negra que le llegaba debajo de las rodillas. Lucía realmente bien, aunque con la envidiable figura que tenía cualquier atuendo le sentaría.
—Sí, soy yo, tú debes ser Karen —aventuró reconociendo la voz que la llamó el día anterior.
—Así es. En un momento te recibirá la ingeniera Dávila, mientras acompáñame.
Gaby siguió a Karen a través del corredor hasta entrar en una de las habitaciones que rodeaba el patio interior y que estaba acondicionada como sala de espera. Era un espacio cálido en el que se respiraba el olor a madera vieja y muros de tierra. Al ambiente contribuían los sillones y el sofá rustico junto a la mesa de centro. También había una barra del mismo estilo con una cafetera, una jarra de agua y todo lo necesario para servirse de ahí; incluso vio un pequeño frigobar y una alacena que seguramente guardaba lo necesario para disfrutar cualquier comida. De un rápido vistazo observó todo a su alrededor y se sentó en uno de los sillones.
—¿Quieres un café o agua? —le preguntó Karen con tanta amabilidad que Gaby sintió inmediatamente simpatía por ella.
—Agua, por favor. En la mañana tomé café con mi esposo y más de una taza al día me produce insomnio.
—¿De verdad? Soy todo lo contrario, si no tomo al menos dos tazas de café al día no puedo funcionar.