Adriana detestaba despertar inundada por candentes recuerdos y rodeada del frío matinal de su solitaria casa. Lo peor era que su cuerpo, desobedeciendo a su razón era incapaz de desterrar de su sistema las sensaciones que tantas vivencias le grabaron a fuego en la piel; esta obedecía como autómata a sus impulsos más bajos y se estremecía reviviendo cada caricia que le prodigaron con embriagante apasionamiento.
—Como te aborrezco, Daniel —gruñó sintiendo palpitar su centro.
¿Cómo podía odiarse a alguien y al mismo tiempo seguir deseándolo? Al menos ya no sería deshonesta consigo misma y lo admitiría: Daniel seguía presente en sus pensamientos de una forma que la hacía sentir una imbécil.
Odiándose por no ser capaz de ignorar su apremiante necesidad, se desahogó de la única forma que podía antes de entrar a la ducha y prepararse para iniciar el día. En su agenda tenía más sesiones de las que debía permitirse para un solo día, pero sabía que organizándose podía con ello. Y aunque eso la tendría más ocupada de lo habitual editando fotografías durante toda la semana, un destello la hizo recordar la charla que había sostenido la noche anterior con Roberto por mensajes escritos y decidir que sin importar qué, aceptaría su invitación para salir ese sábado.
Roberto le agradaba de muchas maneras más allá de la obvia atracción física que existía entre ambos y pensaba seguir explorando las posibilidades con él. A Daniel no lo buscaría más; Alejandra le había prometido que obtendría para ella la forma de comunicarse con él y confiaba en su palabra. Además, eso ayudaría a calmar sus ánimos y todas las memorias que se le habían removido junto con las dudas acerca de su vida que la habían perturbado durante las últimas semanas luego de visitar la casa que compartieron y en la que ya no quedaba ningún vestigio de lo que consideró su hogar.
En tanto desayunaba llamó a Gaby para ver cómo le había ido esa semana con su nuevo trabajo. Al igual que a sus padres, la tomó por sorpresa que su hermana menor hubiera estado buscando empleo sin contárselo antes. No obstante, entendía su decisión mejor que nadie. La labor de una casa podía ser muy noble y sumamente respetable, pero también era capaz de consumir de una forma imperceptible la vida de las mujeres y dejarlas completamente aisladas como le pasó a ella. En su caso dedicarse al hogar fue un escape para el fracaso que sintió era su vida en una época en que se perdió a sí misma. Podía usar su resentimiento y culpar a Daniel de eso también, pero lo cierto era que fue su miedo a seguir buscando su propio camino lo que la hizo encerrarse. Nunca más recorrería ese sendero, de eso estaba segura. Sola o acompañada, tenía claro lo que quería hacer con su tiempo y esfuerzo.
Luego de prepararse para la primera sesión, salió de su hogar rumbo al sitio convenido. Faltaba más de una hora para su cita, pero el lugar estaba a una distancia considerable y ella seguía sin atreverse a pisar el acelerador del auto más allá de lo que le permitía sentirse segura. Una vez que llegó a su destino, la mañana transcurrió sin complicaciones. El trabajo siempre la hacía olvidarse del mundo y disfrutar de cada toma para la que se esmeraba en encontrar el ángulo perfecto y el momento adecuado.
Estando en eso recordó las muchas veces que discutió con Daniel por la forma en que él se abstraía en su trabajo, dejándola en ocasiones con pláticas sin terminar porque tenía que responder llamadas o correos electrónicos. Otras más tenían que cancelar salidas que habían planeado con semanas de antelación porque alguna reunión urgente le impedía a él acudir. En algún punto de su relación, el único lugar donde siguió sintiendo que estaba por completo para ella era en la cama, mientras entregado a las caricias compartidas le recordaba lo mucho que según él la adoraba; ese era el único lugar donde Daniel perdía el control y dejaba de ser el férreo ejecutivo de los negocios de otros. Fuera de eso, sus mundos se separaron cada vez más pese a vivir juntos.
Al caer la tarde y habiendo cumplido con su agenda del día, Adriana supo que tenía que hacer algo para apartar tantos recuerdos. La fecha del que hubiera sido su noveno aniversario acababa de pasar y le atribuyó tanta añoranza a eso. Decidida a desterrar tan amargas memorias, le llamó a Roberto y quedaron de verse para cenar. Pensaba que era mejor conocer a las personas en medio de una buena charla de sobremesa así que la cita la entusiasmaba.
Roberto le había ofrecido pasar por ella y aunque estaba acostumbrada a no perder la autonomía que le daba acudir en su propio auto; pensó que por esa ocasión sería una buena idea aceptar el ofrecimiento que no tomó de ninguno de los hombres con los que salió luego de su recuperación. Algo en Roberto le inspiraba confianza.
Faltando cinco minutos para las ocho de la noche, él ya estaba en la puerta de su casa. Adriana había estado divagando mucho entre que ropa elegir porque le concedió a su acompañante la elección del lugar al que irían y como respuesta únicamente recibió que sería una sorpresa. Al final decidió que no llevaría algo demasiado formal y se vistió de jeans, blusa de satén sin mangas y cuello alto que remató con unos zapatos negros de tacón.
Una vez que abrió la puerta, Roberto la saludó con una enorme sonrisa. Le pareció todavía más encantadora que la última vez que la vio, así que se tragó las ganas de proponerle una salida más íntima. Él también llevaba ropa casual que sin embargo no le restaba elegancia a su porte y, por el contrario, le sumaba frescura a su agradable imagen. Antes de decir nada, se inclinó para plantarle un suave beso en los labios. Adriana no pudo evitar pensar si saludaba así a todas las mujeres o era un atrevimiento que se tomaba solo con ella. Un tanto confundida, miró a otro lado y carraspeó un poco.