Roberto se quedó unos minutos más viendo la puerta cerrada de Adriana; tuvo que admitir que era de esas veces que esperaba con ansías un desenlace distinto para la noche, pero tampoco le molestaba demasiado tener que irse así. Que besarse e ir a su casa fueran iniciativas de ella era lo bastante bueno. Sonrió recordándolo y condujo hasta la casa que compartía con sus padres.
Era poco común que un hombre de su edad y características estuviera viviendo aun en la casa paterna, y lo cierto era que hasta poco más de dos años atrás no lo hacía. Como cualquier joven que pretende experimentar la vida en cuanto tiene la posibilidad, al terminar la universidad y conseguir empleo se había mudado a su propio departamento. Sin muchas obligaciones, vivió por años disfrutando las delicias del mundo adulto; desde su propio salario hasta las hermosas mujeres que sin objeción le otorgaban su valioso tiempo y compañía. Estuvo involucrado en algunas relaciones más formales, pero si algo lo definía era su decisión de no formar pronto una familia por lo que sus compañeras decidieron finalmente dejarlo al ver su poca disposición.
No era un hombre abnegado, eso era seguro y si dejó el estilo de vida de soltero desenfadado fue por una razón que además tenía nombre y apellido: Edgar Medina, su hermano menor. Con treinta años, Edgar seguía comportándose como si tuviera la mitad y si él huía del compromiso en las relaciones afectivas, su hermano evadía cualquier tipo de responsabilidad sin dejar de darse el lujo de vivir a su manera. Contrario a él, Edgar iba y venía de la casa paterna cada que perdía el trabajo en turno o la novia del momento lo echaba de su casa por tener el comportamiento de un parásito. Sus padres y en especial su madre lo adoraban; si Roberto podía ser encantador, Edgar lo era el doble así que pocas personas podían negarle algo y él era una de ellas.
Lamentablemente se dio cuenta del alcance que la desfachatez de su hermano podía tener el día del accidente que tuvieron sus padres. Aquel suceso en realidad no fue algo accidental sino la consecuencia de la deuda que Edgar había adquirido con un prestamista de poca monta y muy mal historial. Esa tarde, Edgar iba con sus padres a algún lado; él conducía por lo que los tipos que comenzaron a seguirlo con el afán de recuperar el dinero del hombre para el que trabajaban no tuvieron reparo en perseguirlo por dos kilómetros antes de hacerlo colisionar al pasarse un semáforo en rojo ante la desesperación de verse acorralado. Afortunadamente su madre y Edgar habían salido ilesos; por desgracia no fue el caso de su padre que quedó con una lesión de columna que le restó movilidad además de obligarlo a pensionarse antes de tiempo.
El hospital de su padre lo absorbió el seguro de este; sin embargo, la deuda de Edgar era algo con lo que él debió lidiar a riesgo de perder a su familia. Por su hermano tenía poco aprecio, si desaparecía le daba igual porque a partir de la adolescencia dejaron de llevarse bien; pero su madre no pensaba igual y además ellos también estaban en peligro. A Roberto le iba bien, tenía un buen empleo y bastantes ahorros que apenas cubrieron una parte de la deuda. Tuvo que hacer mucho para liberar a Edgar de su condena, pero al final lo había logrado. No obstante, y viendo que el cinismo de su hermano no tenía fin y seguía acudiendo a embaucar a sus padres una y otra vez, decidió mudarse un tiempo con ellos y tratar de ahuyentarlo.
Por fin parecía haberlo logrado y eso lo hizo estar tranquilo, lo suficiente como para poner sus ojos en Adriana. Pensando en eso llegó a su destino y una vez que abrió la puerta se sobresaltó un poco al encontrar a su madre en la mesa del comedor frente a una taza de café humeante, la iluminaba únicamente la tenue luz de una lámpara de pie. Confundido miró el reloj en su muñeca, era pasada la medianoche por lo que aquello lo hizo enarcar la ceja.
—¿Qué haces despierta, mamá? —le preguntó sentándose en la silla frente a ella.
—No podía dormir así que me puse a planchar algunas camisas tuyas y de tu padre.
Roberto movió negativamente la cabeza.
—Deja que eso lo haga Beatriz, para eso la contraté. Ya es suficiente con que no quieras alguien que asista a papá.
—Tu padre no necesita tantos cuidados, solo alguna ayuda y yo puedo dársela. Además, que sea yo lo hace sentir más cómodo —su madre no lo miraba y eso lo inquietó.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué no puedes dormir? —indagó con cierto recelo.
—Edgar me llamó hoy.
—¿Qué quiere? —cuestionó hostilmente.
—Tu hermano necesita ayuda y me pidió prestado algo de dinero.
Roberto únicamente tensó los músculos faciales y conteniéndose para no reclamar a su mamá nada, se hizo para atrás en su silla y cruzó los brazos. Estaba enfadado, tantas veces había sostenido esa misma discusión con su madre que sabía que decirle sus objeciones no serviría de nada. Ella adoraba a Edgar, era como si no viera la desgracia de ser humano que era o simplemente se negara a reconocerlo. Indignado miró a otro lado. Frente a él, su madre lo miraba suplicante y angustiada.
—Sé que no te llevas bien con él, pero es tu hermano.
—¡Ese bastardo hace mucho que dejó de ser mi hermano! —escupió furioso.
—Cálmate o vas a despertar a tu padre. Escucha, si no le damos el dinero irá a buscarlo en otra parte y sabes lo que pasó la última vez.