Esa mañana de lunes se sentía más fría que de costumbre, encima una llovizna fuera de época hacía que quedarse en cama un poco más fuera tentador para cualquiera, excepto para Daniel. Al igual que todas las mañanas despertó cuando la oscuridad todavía gobernaba el cielo y fue a trotar por los senderos vacíos del parque deportivo a escasas cuadras de su casa; después de una hora volvió, se metió a la ducha y se preparó para tomar el desayuno. Le alegraba que fuera inicio de semana; no era un hombre que disfrutara de reuniones meramente sociales, tampoco tenía amistades con las cuales pasar el tiempo por lo que desde que estaba solo, los sábados y domingos eran días que dedicaba a poner orden en su hogar, leer o seguir trabajando. Sumergirse en la labor con la que estaba tan comprometido y las personas con las que convivía al estar en la oficina era lo que le daba sentido a su vida.
La mayoría de las veces se sentía en paz consigo mismo, había tomado sus propias decisiones y las equivocadas le pasaron factura. No había más que pensar y él no lo hacía, al menos no demasiado. Cuando eso llegaba a suceder y el pasado saltaba a su memoria para apoderarse de su cabeza, la melancolía lo obligaba a pensar que su padre tal vez tuvo razón con respecto a él: era patético. Así se lo decía ante cada caída que tuvo siendo pequeño y que irremediablemente lo hizo llorar, también cada vez que lo veía cabizbajo por alguna desilusión o altibajo mientras crecía. Por eso, Daniel aprendió que lo mejor que podía hacer para no dejarse envolver por las pocas expectativas de su progenitor era demostrarle que podía llegar mucho más alto y lejos que él. Lo otro que le quedó claro era que mostrar lo que lo hería era una ventana abierta para que los demás lo consideraran débil.
Ser así le sirvió años después al cosechar los frutos de su esfuerzo y dedicación; alguien cuyo trabajo era dirigir a otros no podía dejarse dominar por emociones mal encauzadas ni estar preso de ellas. Él solo miraba hacia adelante; aunque comenzaba a sentir que hacerlo de esa forma lo había llevado a caminar en un círculo del que no podía liberarse. Necesitaba avanzar, pero por primera vez en su vida no tenía claro a dónde ni cómo. Le resultaba irónico que eso le sucediera con cuatro décadas de vida y no a los veinte como a la mayoría, aunque como lo había hecho siempre lo aceptaba y trataba de resolverlo.
En el silencio de la pequeña casa que habitaba y antes de salir rumbo al trabajo que le permitía sentirse útil, recordó que tampoco tenía a donde volver porque el único lugar que realmente sintió como un hogar se había desmoronado ante sus ojos sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Cuando aquello sucedió pensó en volver a su natal Arandas; después de todo su padre hacía tiempo había dejado de reclamarle por decidir irse en lugar de quedarse a administrar el negocio familiar. A su madre la había perdido años antes y de su única hermana no podía decir mucho, su carácter e intereses tan distintos los habían llevado a ser más unos desconocidos. Al final y con la esperanza de recuperar algo de lo perdido decidió quedarse en el mismo lugar. Con el trascurrir de los meses ese anhelo se enfrió y Daniel decidió seguir, era de esas veces que vivir un día a la vez fue la mejor opción.
Por eso estaba tan agradecido con Yuly y Lorena, ellas y su pequeña empresa le dieron algo en que volcar su energía al menos momentáneamente. Con eso en mente y la mejor de las actitudes que podía tener, condujo a su empleo y bajó de su auto al llegar; pero antes de que alcanzara la puerta alguien lo llamó obligándolo a detenerse.
—¿Daniel Quintero? —dijo la voz de una mujer.
Daniel volteó hacia la desconocida, era una joven de lacio y largo cabello negro que llevaba recogido en una sencilla coleta. El resto de su aspecto era más bien descuidado; jeans con visibles aberturas en las rodillas, zapatillas deportivas desgastadas y una playera negra que junto a la chaqueta de cuero oscura que la abrigaba, difuminaba las curvas femeninas que seguramente había debajo de las prendas.
—Así es, ¿En qué puedo ayudarla?
La mujer se acercó a él y se le plantó enfrente; su gesto hosco y mirada gélida intrigaron a Daniel, pero se limitó a esperar expectante lo que tenía para decirle.
—Mi nombre es Diana Carvajal, seguro que le suena mi apellido.
Todavía más confundido, Daniel lo pensó un poco antes de responder.
—¿Es posible que sea familiar de Alfonso Carvajal?
Diana sonrió de lado y clavó sus ojos en él de una manera que le resultó espeluznante.
—Creo que nos llevaremos bien, señor Quintero. Ahora, si me lo permite quisiera hablar con usted en privado.
La petición no le agradó a Daniel; no obstante, presintió que de negarse la mujer insistiría hasta obtener lo que fuera que quería así que le hizo una seña con la cabeza para que lo acompañara hasta la puerta. Una vez que le abrieron y estuvieron dentro la invitó a seguirlo a su oficina. Antes de que él mismo se sentara en su silla, ella ya había tomado asiento en el pequeño sofá de dos plazas que adornaba el lugar. Pese a que tenía un rostro agradable, a Daniel le pareció que tenía los modales más burdos que había visto en una mujer. Lo comprobó viéndola sentada a sus anchas en el sofá con los brazos alargados sobre el respaldo y el empeine del pie derecho sostenido en la rodilla izquierda mientras miraba con descaro todo a su alrededor.
—¿Quiere tomar algo? —Le preguntó.
—Estoy bien. Su oficina es muy bonita —expresó en un tono medio burlesco que hizo carraspear a Daniel antes de tomar asiento.